El joven Mathis Ribeiro, a quien ofreció su última oreja Iván Fandiño antes de morir, besa su fotografía en el ruedo. © Pascal Bats/»SO»
La pasada primavera tuvo lugar la segunda edición de la Semana de la Carta Manuscrita, iniciativa apadrinada por una estudiante de Filología de la Universidad de Murcia que, en un gesto teñido de solidaria nostalgia, abogó con éxito por la recuperación de una cultura epistolar tan familiar para sus abuelos como incomprensible (incompatible también, nos tememos) para las mentes de unas generaciones atenazadas por la exigencia de lo inmediato.
Como se podía prever, la mayoría de adolescentes que, atraídos por la curiosidad, entraron al juego en la primera edición confesaron que no habían escrito jamás una carta, que ignoraban cómo encabezarla, desarrollarla o firmarla, que ni tan siquiera sabían dónde transcribir sus datos como remitente, en qué esquina adherir el sello o (!) dónde acudir a comprarlo. No todo resultó tan desolador: hasta 200 centros de China, Brasil, Alemania, Paraguay, Francia, Uruguay o Reino Unido intercambiaron más de 8.000 cartas durante esos días. Reconfortante dato en estos tiempos de medias palabras aporreadas a dos pulgares e infectadas de groseras faltas de ortografía.
Las cartas manuscritas viven, seguramente hoy más que nunca, envueltas en un halo de misterio e incertidumbre. Se tiende a pensar, inevitablemente, en los testamentos vitales de los suicidas, esa suerte de justificación de la drástica determinación de arrojarse del mundo en marcha al vacío. Un torero, sin ser un suicida, desafía sin descanso a la muerte desde su más temprana juventud y asume que mañana mismo puede acaecer el desenlace.
Debe ser por ello que al tristemente desaparecido Iván Fandiño (Orduña, 1980-Aire-sur-l’Adour, 2017) se le ocurrió dejar una carta manuscrita en dos folios en los que se despedía de su familia y su gente más cercana. Y se le ocurrió hacerlo, además, dos años antes de abandonar este mundo en un hospital del suroeste francés, durante la calma tensa del hotel madrileño en el que se alojaba antes de hacer un paseíllo más, un 15 de mayo de 2015 en la plaza de Las Ventas.
Solo se han hecho públicos un par de fogonazos. La primera frase sobrecoge, golpea sin miramientos: «Seguramente, si estáis leyendo esto, todo habrá acabado». La carta apareció semanas después del horrible final, olvidada en algún compartimento de una pequeña maleta de la que Fandiño nunca se separaba, un complemento fetiche que únicamente utilizaba él. La localizó Cayetana, su viuda, mientras limpiaba y ordenaba los efectos personales del torero vasco. Ahí descansaban desde hacía dos años todos los adioses que importaban. Había también un adiós anticipado a Mara, la hija que estaba por venir y que ha pasado de puntillas por el drama desde la inocencia ignorante de sus dos años.
Varios adioses de su puño y letra, de los de Iván Fandiño, de la misma mano firme que sujetaba la muleta o montaba la espada antes de la suerte suprema. Varios adioses y un solo lamento, entre tímido y balsámico, una serena rúbrica: “El precio que me ha tocado pagar es demasiado duro, pero mi alma está tranquila”.
P.S.: Sobre la fotografía que ilustra la cabecera de este artículo. No ha sido fácil localizar una imagen sugerente, un instante distinto. No importa que guarde escasa relación con los adioses de puño y letra. Es un adiós de frente, sin embargo. El niño francés que acaricia la fotografía del ídolo caído sobre la arena de la plaza de Aire-sur-l’Adour fue el destinatario de la última oreja cortada en vida por Iván Fandiño. No es una carta, cierto, pero es una mirada colmada de admiración y respeto, una caricia de infinito cariño. Es un adiós modélico, de los que recuerda que la Tauromaquia, todavía, respira y siembra ejemplos. Por suerte.