Estatua ecuestre del rey de Prusia Federico II el Grande en el Paseo de los Tilos en la ciudad de Berlín. © Alexander Stenihof

Por muy modernos que nos consideremos (moneda única, inexistencia de fronteras, euríbor, bla, bla, bla…) la guerra anida en la sociedad como un organismo parásito. Cada guerra ha sido la última, se supone: en crueldad y cinismo a partes iguales. Y mientras también se supone que las sociedades son pacifistas o aquello de que el pueblo llano no va a empuñar las armas contra otro pueblo llano, llámase vecino de frontera o vecino de escalera. Al final la guerra es tan humana como la misma vida en sociedad.

Lo que propone David A. Bell en La primera guerra total es rastrear los inicios de los conflictos bélicos modernos. Y, como siempre pasa en estos casos, tenemos que poner rumbo a la Revolución Francesa. Allí nació el concepto de guerra total, pues martilleó a los conflictos bélicos del Antiguo Régimen e impuso el sacrificio de la sociedad al completo. Las dos guerras mundiales del siglo XX son una consecuencia de las napoleónicas.

Tiene el interés adicional el libro de vincular aquellas guerras del siglo XVIII-XIX con situaciones tan actuales como la guerra de Irak, que todavía colea. El modelo para entender Irak no es Argelia, ni Vietnam, sino la resistencia española a la ocupación francesa entre 1808 y 1813. Ahora que todavía —esperemos que sea por muchos años— vivimos en paz, conviene leer, con un buen caldo en la mano, las peripecias bélicas de nuestros antecesores.

 

Portada del libro.  © Hislibris

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