El káiser Guillermo II preside un desfile militar en la ciudad de Postdam. © Peter Crawford
No sé si será nostalgia o temor, pero, desde que se decretó el fin del Sacro Imperio Romano Germánico, Europa no sabe dónde encajar a Alemania. La nostalgia nos ayuda a entender los tiempos pasados como heroicos, aunque las constantes guerras, las plagas y las hambrunas se lean como la letra pequeña de los contratos y deteriore la imagen de los emperadores. Pero la verdad es que desde entonces ese país centroeuropeo ha traído de cabeza a las cancillerías de este lado de los Urales.
Un 6 de agosto de 1806 el Imperio desaparecería formalmente cuando su último emperador, Francisco II, a consecuencia de la derrota militar Napoleón Bonaparte, decretó la supresión del Sacro Imperio con la clara intención de impedir que Napoleón se apropiara del título y la legitimidad histórica que éste conllevaba. Entonces los alemanes cambiaron su horizonte, que ya no era ni el Rin ni el Vístula, sino el continente al completo.
Ahora no estaría de más echar un vistazo a los orígenes de la Alemania actual, la de los tatarabuelos de la señora cancillería Ángela Merkel, gracias a las páginas de Las garras del águila. El segundo Reich (1864-1918), que arranca en 1815, justo después del Congreso de Viena. Se descubre en el libro que, gracias a guerras con sus vecinos, como siempre, Prusia se tragó al resto de los estados del Sacro Imperio.
Y ahí empezaron los problemas —lo habrán adivinado— las guerras con sus vecinos: Francia, Dinamarca, Rusia, Austria… La Europa de las viejas monarquías se tambaleó en 1914 y nada volvió a ser como antes. Ahora son otros motivos: ¿los mercados? A lo mejor Ángela Merkel es prusiana o prusiano. Cualquiera sabe.