En enero de 1912 el capitán Robert Falcon Scott conquista por fin el Polo Sur cinco semanas después de Amudsen. © wikipedia

Quinientos años, más de cincuenta expediciones y una ristra de muertos (congelados) por el camino. Estas son las cifras de la conquista del Polo Norte, una aventura tan absurda como apasionante. Y es que no sabemos quién le mete al ser humano esas ideas en la cabeza, que si hay que subir al Everest, llegar a la Luna o, ya puestos, poner un pie en Marte (ojalá llegue ese día cuanto antes)… y así hasta el infinito. Me parece que se trata tan sólo de ser el primero, de llevarse los laureles y las portadas de los periódicos y, de paso, un inmortal reportaje en la National Geographic.

En el Polo Norte se da la circunstancia de que no hay nada y cuando se dice nada es que hablamos de la nada más absoluta. Es un punto en el mapa y en la brújula, pues en el Círculo Polar Ártico no hay tierra, sino una banquisa que se mueve según las corrientes marinas. Así que el hielo es una enorme colchoneta (tipo Nivea) de playa que se mueve a merced de los océanos. Así que un día se puede andar hacia el norte y, cuando se eche usted un sueñecito, desandar el camino, amén de que se quiebre el hielo y caiga por un precipicio la tienda de campaña. Así que es un trofeo fútil y etéreo.

Y no hemos hablado de las condiciones meteorológicas que allí se suceden: temperaturas de más de cincuenta grados bajo cero, ventiscas que congelan la nariz de un ser humano en pocos segundos, oscuridad durante cinco meses al año… en definitiva, una aventura en absoluto prometedora. De ahí que todavía haya un intenso debate sobre el nombre del ser humano que holló (ya me entienden) el punto geográfico más al norte de la Tierra.

Portada de la obra. © Crítica

Tal vez fue Robert Peary o Frederick Cook o, ya puestos, Roald Amundsen desde el aire a bordo de un globo y por qué no Alexander Kuznetsov en 1948, que ni la propia expedición sabía que había alcanzado el Polo Norte gracias al estalinismo reinante. Es más conveniente y saludable leer con tranquilidad a Javier Peláez, buscar un sillón cómodo y dejarse llevar por los amenos capítulos de 500 años de frío: la gran aventura del Ártico. No estornudarán ni una sola vez, os lo aseguro.

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