Robinson Crusoe se ha convertido en un clásico de la literatura por multitud de razones. © Mario Jodra

«Si existió alguna vez una historia de las aventuras por este mundo de un hombre corriente que fuese digna de hacerse pública, y que resultara aceptable cuando se publicase, el editor de esta relación cree que estamos ante ese caso». Tal vez sean estas líneas de Daniel Defoe uno de los inicios narrativos más sugerentes que se pueden recordar en la historia de la literatura. Después de pasados unos siglos, ¿cuál es el hechizo que nos hace seguir leyendo?

Unas escasas palabras nos arrastran a la sutileza de la historia. Robinson Crusoe es clásico por muchas cosas. Digamos tan sólo algunas: por mostrar la narración desnuda de artificios, pero que avanza de manera formidable en el universo del lector; por enseñarnos la aventura laboriosa de la soledad, como dijo en su día Fernando Savater, por embaucar al lector con unas escasas mimbres psicológicas —abstenerse de leer clásicos en otras claves que no sean la simple y gozosa lectura—; en definitiva, por encajar la parábola de la cultura humana justo cuando el hombre en soledad no es precisamente un hombre.

Muy atrás queda la pura realidad. El primero de los personajes reales que pudieron justificar la novela fue Alexander Selkirk, rescatado en 1709 tras pasar 4 años en una isla desierta, que hoy lleva su nombre, en el archipiélago Juan Fernández frente a Chile. Muy cerca está la isla Robinson Crusoe, que pasó a llamarse así en honor a la fama mundial de la obra de Defoe. El otro infortunado náufrago, un capitán español llamado Pedro Serrano, que siendo el único superviviente del naufragio en un banco de arena del Caribe, pasó 8 años aislado hasta que fue rescatado en 1534.

El banco de arena sigue existiendo hoy, con el nombre de Banco Serrana. Defoe va un poco más allá, lo aísla cerca de treinta años y no parece que su ánimo flaquee. Se convierte en civilizador, no se transforma en un salvaje, como le hubiera gustado a Jean-Jacques Rousseau, sino en el prototipo perfecto del colonizador británico, en palabras del irlandés James Joyce. Economía, cultura, progreso, tecnología, occidentalización, debate religioso… todo ello se debate en la obra de Defoe, pero lo más importante es el placer de sentirse atrapado por la aventura, la gran aventura.

Pero hay veces que nos gustaría escapar de los libros y vivirlos más intensamente, me explico. ¿Qué tal unos días viviendo como un paria en una isla remota, pongamos por caso un islote de las Juan Fernández? Levantarse por la mañana, vagabundear, sin nadie en la playa, sin chillidos de niños, ni coches ni sombrillas… con todo el tiempo del mundo para pensar, para estrujarse el coco (!) y sentirse —no lo tomen como una forma de budismo barata— uno con la naturaleza. Me imagino que a las pocas horas volvería al libro.

 

Portada del libro.  © Alianza Editorial

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