Una imagen del canciller alemán Otto von Bismarck tomada en 1890. © Wikipedia
Gran parte de la historia de la Humanidad se ha desarrollado a oscuras, en el lecho de un légamo lleno de confusión y de vacíos temporales. Se cuentan por miles los años en los que no ha existido escritura, fotografías, periódicos o imágenes en movimiento. ¿Quiénes fueron los primeros seres humanos que decidieron vivir en ciudades? Ni idea. ¿Cuáles eran sus nombres? ¿A quién le rezaban? ¿Cómo se vestían? ¿En qué soñaban? Pues… ni idea. Y nos quedamos tan frescos.
Los avances tecnológicos son, por decir algo, de antes de ayer. Apenas siglo y medio de desarrollo que nos han permitido conocernos un poco más o, al menos, registrar hechos y situaciones para la posteridad. ¿Cómo era la cara de Julio César o de Alejandro Magno? Son tan desconocidos para nosotros como lo fue el alfarero de la ciudad de Ur. Por eso, produce una curiosidad arrebatadora que se descubra bajo el camastro de Thomas Alva Edison unos rollos de cera con el registro sonoro de la voz de Otto von Bismarck.
Ese señor de metro ochenta y con unas espaldas como la misma Prusia ha dejado de existir como grabado o como fotografía, ahora es una voz —atiplada, eso sí— que recita unos versos en latín y las primeras estrofas de La Marsellesa, como si usted es bético y le indican que diga algo a un micro y se pone a cantar, con una sonrisilla, el himno del Sevilla. Aquel registro sonoro cayó en el olvido, como muchas bobadas que creemos importantes hoy y que mañana las desecharemos.
Y es curioso que hombres autoritarios tengan esa características que parece reservada a los estadistas que nada saben de urnas y democracia: la voz atiplada. No me gustaría pensar que Napoleón Bonaparte o Cleopatra tuvieran una voz ridícula, bueno, atiplada. Donde se pongan esos berridos de Adolf Hitler…