La loba capitolina que amamantó a Rómulo y Remo, símbolo de la Roma republicana. © Ho visto nina volare
No hay mejor sitio donde morir que en la Acrópolis de Atenas y de un infarto de corazón, de rodillas mirando al Erecteión , y cuando tu vida se ha dedicado a escudriñar la antigüedad de griegos y romanos. Me pido esa muerte, pero me la ha arrebatado Géza Alföldy hace unos días. Este amable señor desembarcó un buen día en España y puso patas arriba la epigrafía latina y nos ofreció un poco de luz para alumbrar nuestro, a veces, oscuro pasado. Y, como razón de ser de sus investigaciones, el mundo romano.
En estos tiempos de crisis, de agencias de calificación y de democracia huera, una fuerza nos empuja a echar la vista atrás para comprobar con tristeza que poco ha cambiado en la historia del hombre. Entonces surgen los romanos, con su violencia de Estado, su economía capitalista, su explotación de los recursos, con su República corrupta, con su asesinato público de cónsules (no me gusta señalar a Libia), en definitiva, su modernez que raya en el descaro… ¿Les suena de algo esta cantinela?
O somos un poco romanos o, más bien, somos unos hijos modernos que pregonan unos escogidos lemas bienintencionados, que se martilleban en el foro de Roma hace ya unos mil años. Por eso conviene leer con atención Historia social de Roma, gracias Géza. Allí se muestra lo que aquel pueblo plagado de desigualdades engendró y, como ocurre con las civilizaciones florecientes, ella misma se autoinmoló.
Da miedo sacar conclusiones en nuestro gris presente, pero es que nos parecemos bastante, como si fuésemos la versión digital de su imagen sobre la piedra de un acueducto. La civilización (imperio) de los mil años, que pocos líderes mesiánicos han podido superar a lo largo de la historia, nos ha dejado una herencia tremenda: no hemos sido capaces de superar su estructura social. Unos somos plebeyos y otros son patricios. Así de simple.