Los músicos (1595) es el primer cuadro de la serie Pinturas del Monte, realizadas para el poderoso cardenal Francesco del Monte. © Moma

Roma acababa de disfrutar de la acción urbanística y renovadora del papa Sixto V, a quien había sucedido en esos años Clemente VIII Aldobrandini. La ciudad brillaba en un clima intelectual influido por la reforma del Concilio de Trento y por la recuperación humanística propiciada por Felice Peretti.

Una Roma que recibió a un joven Michelangelo Merisi da Caravaggio en 1592, quien descubrió un mundo artístico en el que la música y la pintura reflejaban la erudición de los príncipes mecenas, y en particular, el gusto de sus protectores —aristócratas, príncipes y legados de la alta curia romana— aficionados tanto a la poesía como a las ciencias. La estancia del joven pintor italiano en el palacio de Madama del cardenal Francesco María del Monte, y la protección del marqués de Giustiniani, definieron la formación musical del pintor que luego se verá reflejada en cinco cuadros musicales realizados entre 1592 y 1601.

En esa Roma, polo de atracción de todo tipo de artistas, arquitectos, pintores, decoradores y músicos, foco de la cristiandad reformada, encontró Caravaggio un mecenas: el cardenal del Monte, representante del Gran Duque de Médici en la Santa Sede. Melómano empedernido, musicólogo y experto conocedor de la pintura, fue un refinado erudito, amante de la poesía, la alquimia y la óptica y defensor de las matemáticas, de ahí su amistad con Galileo Galilei. El cardenal fue un virtuoso tañedor de laúd y poseía en su palacio una estimable colección de instrumentos musicales y partituras. Sin duda, todo un torrente de influencias para un joven artista ávido de conocimientos y reconocimiento.

Amor vincit omnia, 1602-03, fragmento.  © Staatliche Museum                                                                   

Hasta 1602 estuvo el cardenal protegiendo a Caravaggio, como guía musical, influyendo en la elección pictórica de las partituras e instrumentos que representaba en sus obras. Pero Caravaggio no destacó sólo por su original enfoque de la obra pictórica y sus conocimientos musicales, sino también por su vida irregular, en la que se sucedían lances, peleas, episodios reveladores de su carácter tempestuoso y su falta de escrúpulos. Una vida turbulenta, como su pintura, en la que planteó una oposición consciente al Renacimiento y al Manierismo, buscando ante todo, la intensidad efectista a través de vehementes contrastes de claroscuro que esculpieron figuras, objetos y notas musicales.

Momentos que pintó entonces con vigor incomparable y con una presencia física que evitaba cualquier vestigio de idealización. Desde el principio de su estancia en Roma rechazó la belleza ideal del Renacimiento. Sus obras eran copias directas del natural y hechas sin ningún tipo de preparación previa. Y así la música se coló entre sus pinceles, tal y como la percibía de quien se la inculcó. Al natural y dejando ver la belleza de las escenas musicales, exultantes a la vez que apesadumbradas, reproduciendo de forma muy precisa el compás, las notas, instrumentos como el laúd y el violín, textos de poemas y los propios personajes.

Sus primeras creaciones son un ejemplo inequívoco de esta etapa creativa en la Città Eterna. Es evidente el empleo de juegos de luces y sombras, volúmenes y profundidad, sin añadir efectos de dramatismo como sería habitual en las creaciones posteriores del artista. Cuando los pinceles se mezclaban con las partituras, instrumentos musicales, con las miradas, los tonos de la piel y los intensos matices de su paleta, se ligaban en un efecto único, como en Los músicos (1595), el primer cuadro de la serie Pinturas del monte, realizadas por el pintor para el poderoso cardenal.

La vocación de San Mateo (1600).  © San Luis de los Franceses

Los músicos o El concierto de jóvenes, representa un quadrivarium, concretamente en el repertorio franco-flamenco de los siglos XIV­-XV. Es la concentración previa a la ejecución musical en la que se advierten a unos jóvenes pensativos. Uno de ellos, el propio pintor, autorretratado en el muchacho central de la derecha, que se gira para mirarnos junto al laudista que nos observa fijamente, como si en nuestro lugar estuvieran viendo a ese instrumentista ausente, el que no nos mira, absorto en sus pensamientos. Una ausencia que delata el violín apoyado en las partituras del primer plano. En un segundo plano, un joven alado, quizás Cupido, quien se ocupa de coger un racimo de uvas, aportando una lectura complementaria a la musicalidad de la obra. Un conjunto de imágenes donde la sensualidad y la naturaleza evocan el otoño representado en el cromatismo escogido: el profundo drapeado rojo granate del laudista y el violeta tornasolado de la banda anudada a la cintura del cantante.

Caravaggio transforma la obra en una prolongación natural de nuestro espacio. Plasmó la música como una visión libre de los sentidos, un canto al sentimiento y a la sensualidad acentuada por el erotismo de los cuerpos adolescentes. Una perspectiva de la música alejada de la concepción platónica propia de la época, como símbolo de la armonía universal y metáfora del amor virtuoso, moral e intelectual.

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