Las tres velas se sitúa en la playa de la Malvarrosa, en el verano de 1903, uno de los más fructíferos del pintor. © Sothebys’s

“Yo pinto siempre con los ojos”, decía el pintor valenciano. Y para hacerlo posible, hay que batirse en duelo bajo el sol. Los ojos son la ventana a la vida, a la luz, a las realidades de cada uno, las físicas y las que nos acompañan en sueños cuando los ojos se cierran.

Eran las grandes pasiones de Sorolla, el mar Mediterráneo, los jardines y su esposa. Clotilde García del Castillo lo fue todo para él, que la cuela en sus pinturas tamizando las líneas físicas y dejando ver el alma. Una musa que evita al pintor en un juego permanente, pero que es captada con maestría cada día y en cada momento. Clotilde sentada en el sofá, Clotilde en la ventana, Clotilde con Joaquín, en el estudio, con sus hijos el día de Reyes, Clotilde con Elena en las rocas… Y había más, Clotilde bajo el toldo, Clotilde en la playa, o en la siesta, con traje de noche e incluso, se intuye, que de espaldas, al descubierto, aunque no la delatase en el título de la obra: Desnudo de mujer.

Joaquín Sorolla y Bastida y Clotilde García Castillo se casaron en 1888 y tuvieron tres hijos, Joaquín, Helena y María. Se conocieron cuando él todavía era un estudiante —desde los 15 años asistía a la Escuela de Bellas Artes— y empezó a trabajar en el estudio de fotografía de Antonio García, en Valencia. Un refugio para él, donde coloreaba e iluminaba las fotos para enriquecimiento de su mirada plástica. Un espacio que también lo fue para su intimidad; allí encontró a la hija del fotógrafo para no separarse más de ella.

Clotilde se sentía dichosa. Así quedaba reflejado en sus cartas cuando los proyectos artísticos del pintor le obligaban a viajar. Es en la correspondencia, en sus deseos manuscritos, donde se encuentran el pintor y su mujer, donde se declaran a tumba abierta y firman su contrato de convivencia.

Sin reservas ni condicionantes. En esas cartas estaban las esperanzas con todos sus contratiempos. Solo ellos, en la intimidad de la distancia, mostrándose desnudos ante los miedos, como si posaran el uno para el otro ante un lienzo en blanco. Escribiéndose por dentro, elevando los acontecimientos diarios a una sensibilidad tangible y delicada con la que construirse. En sus cartas, él reconoce sus sentimientos, no los esconde y apura cada palabra explorando sus pasiones más carnales. Repite a lo largo de los años, que “las noches sin Clotilde son la peor experiencia de sus ausencias”. Es una monotonía cercana al misticismo, pintar era el trabajo y el trabajo era el sueño de seguir pintando. Mientras Clota protegía su descanso, él le relataba su jornada. “Ya te he contado mi vida de hoy, es monótona, pero qué hacerle, siempre te digo lo mismo, pintar y amarte, eso es todo, ¿te parece poco?». Éste fue el último párrafo de una carta que le escribió desde Sevilla, en febrero de 1908, donde le explicaba de forma extensa el asunto de su marcha a esta ciudad: el retrato de la reina Victoria Eugenia. Una misiva que, por cierto, se conserva en el Museo Sorolla de Madrid.

Uno se para a pensar en todos los viajes que hizo, todas las obras que realizó en cada sitio, todo el proceso creativo que conllevaba cada encargo. Es una cantidad tan grande de traba- jo, que asusta pensar como se puede acabar, máxime en aquellos tiempos, cuando los desplazamientos eran en unas condiciones tremendas.

Paseo a orillas del mar, lienzo de 1909, donde retrata a su familia en la playa de Valencia. © wikipedia

Sorolla se abrió paso entre becas y premios. Su popularidad se extendió por toda Europa y consiguió viajar a Roma, donde quedó deslumbrado por el arte clásico y renacentista. Después a París, donde conoció la pintura impresionista, adaptándolo a su estilo y sin descuidar lo que a él más le gustaba, el costumbrismo, los paisajes y las marinas. Sin apenas darse cuenta, Madrid busca sus obras y se hace extensivo a toda Europa. Hasta Nueva York cayó rendido a su talento. El pintor valenciano se pasó años recorriendo España, recogiendo apuntes y bocetos, pintando un encargo del mecenas estadounidense Archer Milton Huntington: una nueva decoración para la biblioteca de la Hispanic Society.

Valencia le nombró hijo predilecto y meritorio, dándole una calle en su nombre. En 1905 inició el proyecto de la casa Sorolla en Madrid, gracias al poder adquisitivo que tenía, fruto de la importancia que adquirió su trabajo.

Conoció al dedillo su país, del que extrajo los mejores paisajes. Se interesó por la ferocidad del mar Cantábrico, tan diferente de su Mediterráneo. Instantánea de Biarritz, Rompeolas, San Sebastián o Bajo el toldo, playa de Zarauz, así lo atestiguan. Al descubrir los jardines de los Real Alcázar de Sevilla, comenzó a tener gran importancia el jardín en su producción, como en el lienzo Fuente del Alcázar de Sevilla. En El patio de Comares, La Alhambra de Granada y en Alberca del Alcázar de Sevilla, su pintura se hace más sintética, tendiendo a esquematizar las formas para representar sólo lo imprescindible, de forma intimista.

Mujer vestida de labradora (1906). © Europa Press

Su etapa final fue retratista. Para él posaron personajes como los escritores Benito Pérez Galdós o Antonio Machado; incluso el rey Alfonso XIII o el presidente de Estados Unidos, William Howard Taft. También realizó algunos autorretratos, que han sido reconocidos como parte importante de su obra. Una vida prolífica, llena de sueños cumplidos, de esos que llegan sin proponértelo y que en muchas ocasiones pasan desapercibidos para quienes los padecen. Nació en 1863, con 9 años comenzó a pintar y no soltó los pinceles hasta los 57 años, cuando sufrió un ictus que le obligó a dejar de pintar. Dejó de existir un 10 de agosto de 1923.

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