El pinto malagueño Pablo Picasso en su estudio de París en 1948. © Hernert List/Magnum Photos

Todo o casi todo se ha dicho acerca de su vida. Hasta los mínimos detalles han sido expuestos por los estudiosos de su persona y obra. Acercarse a su biografía es caminar en una ciudad gobernada por el ruido e indagar en la clave del éxito tras años de penuria y sueños bohemios. Un mito, una leyenda, para muchos un “demonio de sangre pura” o “demonio de manicomio”. Un inagotable ser que halló en la pintura su único medio de vida. Lo que nadie duda es que el nombre Picasso es sinónimo de arte moderno.

Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno Cipriano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso, según certificado de nacimiento, o Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Crispiniano de la Santísima Trinidad Ruiz Picasso, según su partida de bautismo, nació el 25 de octubre de 1881, en Málaga, en el seno de una familia burguesa.

Indiscutible genio, bravo y singular en todas sus facetas, inventor de formas, hipnotizó a hombres y mujeres, más a las féminas, pues encabeza el ranking de artistas infieles, o digamos, de los buenos amantes. Si las guerras marcaron su vida y su pintura, las mujeres jugaron un papel igual de importante aportando nuevos caminos a su obra. Sus creaciones no son ajenas a historias de amor que se mezclan entre sí, a bellas mujeres y musas eternas, algunas muy conocidas, otras permanecen misteriosamente en la sombra. Jóvenes mujeres que creían que era un ser sobrenatural, a pesar de ser pequeño y robusto, y que aún así, irradiaba energía y seguridad, confianza en los demás.

Guernica (1937), una de las obras más representativas del pintor malagueño.  © Museo de Arte Reina Sofía

El pintor sedujo al propio Arte con nuevos retos y con otra perspectiva de lo existente. Una realidad pintada en lienzos y llena de elasticidad en sus esculturas, cargada de magia en sus dibujos e ilustraciones, y alejada de mitos en sus poesías, el teatro o el cine, donde fue actor de su propio personaje. Una realidad compacta en colores inventados y formas adiestradas. Ahí estaba su gran valía.

El malagueño se mostraba en público con el torso descubierto, bronceado, pantalón corto y con playeras. Era siempre él. Estaba seguro de quién era y de lo que hacía. Era su fórmula secreta: éxito es igual a seguridad en sí mismo más tenacidad. Sabía lo que ofrecía: su punto de vista, «un pintor es un hombre que pinta lo que vende. Un artista, en cambio, es un hombre que vende lo que pinta», y siempre bajo el postulado de que la inspiración existe…El resto de la frase es bien sabida por todos.

Los museos del mundo se disputan sus obras, y sólo para él, cuatro museos monotemáticos: París, Barcelona, Antibes y Málaga. Si fuéramos poseedor de uno de sus cuadros le solucionaríamos la vida “económica” a toda nuestra familia e incluso a sus descendientes. El pintor de lo extraño continuó la revolución estética del impresionismo, y no sólo eso, como un mago de las artes plásticas, logró hacer arte de unos rayajos, algo que él mismo reconocía. Una vez llegó a decir: “La gente no quiere mis cuadros, quiere mi firma”. Y eso es así, cuando se tiene firma, echas un garabato y te lo compran.

Autorretrato (1907), un claro ejemplo de la etapa cubista.  © Galería Narodny 

Pero no creamos que el creador del cubismo no sabía dibujar y por eso hacía esas obras. Todo lo contrario, no cabe duda que el dibujo sería el soporte principal en su formación académica, el esqueleto y origen de sus singulares obras y de sus inventos artísticos. Él enseñaba sus dibujos demostrando que un cuadro bien pintado está bien dibujado, premisa que tiene su origen en Cézanne: “No hay un buen cuadro si no hay un buen dibujo».

Picasso viajó varias veces a París, meca del arte, Ciudad de la Luz, dónde conoció la obra de los impresionistas Degas, Gauguin, Van Gogh, Cézanne y sobre todo Toulouse-Lautrec, y la de Alexandre Steinlen.  Visitó también otras ciudades referentes en la pintura, como Múnich que en esa época despuntaba. Aprendió de los grandes para conquistar al propio Arte revolucionándolo.

Su perspectiva de la realidad quedó segmentada en trazos en el tiempo; la etapa azul, la rosa, la negra o ibérica, el protocubismo, el cubismo, el neoclasicismo, la vuelta al orden, el surrealismo, la época Dinard, expresionismo y su obra gráfica. Cada etapa nacía de unas circunstancias vitales, de lo ajeno que dolía o del amor que marcaba. Cada obra era la visión de un niño anhelando libertad. Obras fieles a estilos propios que se unificaban y alimentaban entre sí, como ocurre en su obra maestra, El Guernica, donde conjuga realismo con clasicismo, cubismo en diferentes estilos, expresionismo y surrealismo. Dónde las cosas que están ocurriendo se funden en punto de vista: los ojos de un niño o los ojos canallas. Los ojos de la madurez o del otro lado de las cosas. Los ojos de la rabia, los de la paz… Los ojos de Picasso.

Arlequín pensativo (1901).  © Moma

Su arte es el susurro de un niño. Un arte que evoca silencios y te traslada a otra dimensión. Creador de una obra desafiante que te enfrenta a la posibilidad de que la realidad, tal como la imaginas, no es la única posible. Él nos regaló una perspectiva, los objetos como los pensaba, no como los veía. Nos mostraba la imaginaria parte de atrás de los objetos y sentimientos con tan sólo mirarlos de frente y, a veces, desde muy lejos. La mayoría de las veces, como un niño.

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