Un de las pocas imágenes que se conservan de este uso de los servicios de correos. © Pinterest
Los servicios postales dan mucho juego, literario, se entiende. Al tufillo romántico de enviar una carta y escribirla —acciones hoy en desuso— hay que añadir la ruta seguida por las misivas, es decir, los buzones, los centros de recogida y clasificación, y la llegada del cartero a nuestro domicilio. En la actualidad no se envían cartas y pocas son las que se reciben, excepción hecha de las que piden el voto de los partidos, las facturas y las de los bancos con los movimientos de nuestras raquíticas cuentas.
Pero hubo un tiempo en el que el correo era el único sistema organizado de comunicación a un precio realmente razonable. Poco antes de la Gran Guerra, los servicios postales de Estados Unidos implantaron el servicio de envío de paquetes de mediano tamaño. Zonas rurales o alejadas de la Costa Este o la del Pacífico aprovecharon la ocasión para mandar a las grandes ciudades productos elaborados a buen precio sin utilizar los medios habituales de transporte. Los mercados se inundaron de tarros de mermelada, conservas o productos de artesanía de buena calidad.
Sin embargo, William H. Coltharp, un hombre de negocios de la pequeña localidad de Vernal, en el estado de Utah, decidió que ya era hora de que su pueblo tuviese un edificio de ladrillo en el que, además, se abriera un banco. El problema era que la fábrica de ladrillos más cercana estaba en Salt Lake City, a casi doscientos kilómetros, y el transporte tradicional habría multiplicado por cuatro el precio de los ladrillos. Hizo cuentas y decidió enviarlos por correo, un total de ochenta mil, embalados en cajas de más de veinte kilos, el tope legal. Lo carteros se quejaron al director de Correos, un tal Albert S. Burleson, que subió el límite de peso de cada paquete para aliviar el suplicio de sus empleados. Por cierto, el edificio sigue en pie.
Pero una mente mucho más audaz pensó que se podían enviar no sólo ladrillos, sino niños. Conocemos un caso documentado. El 19 de febrero de 1914 fue enviado un paquete en Idaho, de Grangeville a Lewiston, de poco más de veinte kilos. Era una niña de cuatro años llamada May Pierstorff. Los padres decidieron enviarla con sus abuelos, pero les parecía muy caro el billete del tren y, aprovechando una laguna en en la normativa de correos, pagaron cincuenta y tres centavos en sellos, pegados en su ropa. La niña viajó en el mismo tren, pero en el vagón del correo y fue entregada en la casa de sus abuelos por un cartero llamado Leonard Mochel.
Otra vez intervino el director de Correos, en esta ocasión para prohibir esta práctica, cuanto menos curiosa, de las más llamativas que ha generado el correo postal a lo largo de su dilatada historia. Pero surgen algunas dudas o, si lo prefieren, posibles casuísticas. Por ejemplo, desconocemos si se envió alguna suegra utilizando el mismo servicio (!). En nuestro país seguro que habría colas en las oficinas postales con tal de quitarse ese peso de encima.