Estatua ecuestre de Alejandro Magno, el rey de Macedonia que conquistó el mundo y no perdió una sola batalla. © Sotiris Marinopoulos

Todavía sorprende que la tumba de Alejandro III de Macedonia se haya esfumado, como si jamás hubiera existido, en los océanos de tiempo que separa su civilización de la nuestra. ¿Dónde (introduzcan aquí el taco que quieran) está la tumba de Alejandro Magno? La pregunta es estremecedora por su respuesta: no tenemos ni la más remota idea.

Con esta frase lapidaria se monta un entretenido y sagaz libro de Valerio Massimo Manfredi —metido ahora a divulgador histórico, se agradece— sobre los pormenores de la muerte y posterior mausoleo del conquistador por excelencia y epítome del rey invencible en el campo de batalla, pues no perdió ni una sola batalla.

Desde las primeras líneas del libro asistimos a una peripecia sin igual, como si el autor fuese un detective, va ofreciendo pistas con la intención de montar un puzzle imposible, pues se supone que el soma de Alejandro dejó de verse por Alejandría en los turbulentos años del siglo V de nuestra era. Las fuentes son escasas, tanto documentales como icónicas, el vacío se apodera del lector, y no queda otra que preguntarse por nuestro propio destino. Si un personaje así —ya alabado por Augusto, por ejemplo— ha quedado en el olvido, ¿qué será de nosotros? Mejor no respondamos, que da escalofríos.

Portada del libro.  © Hislibris

Arqueólogos, soñadores, historiadores —puede que el orden sea el acertado—, ingenieros, magnates del petróleo y hasta un camarero han buscado la solución al mayor enigma arqueológico de la Historia. Como buen escritor, Manfredi nos deja un ramillete de posibles soluciones que en poco nos ayudan: la tumba de alabastro, la basílica de San Marcos de Venecia, la mezquita Atarina e incluso el oasis de Siwa. Si alguien quiere más: Alejandro Magno, conquistador del mundo. Lean, lean…

Y lo más llamativo: no queremos que acabe el libro La tumba de Alejandro, pues nos parecen escasas sus páginas. Entonces llega la imaginación y pensamos de forma ingenua que seremos capaces el próximo verano de calarnos un salakot, excavar junto a las antiguas murallas orientales en Alejandría y encontrar tan ansiada tumba: «¡snif, snif!… He visto cosas maravillosas…!

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