Una estantería repleta de libros con rectas de cocina en una librería de Notting Hill, en la ciudad de Londres. © Sela Yair
Dentro de poco me quedaré sin sueldo, ¿cuánto se apuestan? Lo de comer lo llevaré más o menos bien, pues ingiero poco y comedores sociales siempre hay, total, se puede vivir con un kilo de garbanzos, un paquete de espaguetis y una lata de tomate frito; que se lo pregunten a los concursantes de Gran Hermano. Es cuestión de hacer cola, echarle un poco de paciencia, departir con algún ecuatoriano y recibir la sopa boba, como en los tiempos de John Steinbeck.
Pero uno no sabe si se puede vivir sin comprar libros. Lo de releer no está mal, ahí estará siempre la familia Buendía en Cien años de soledad o las abrasadoras (¡) líneas de Fahrenheit 451, o, ya puestos, el mercadeo de los libros electrónicos que te descargas gratis (a ese chollo le quedan pocos días, seguro). Y lo puedes hacer hasta sin tener que pagar el consabido impuesto revolucionario a una operadora de telefonía. Así se irá pasando el rato.
Con el tiempo será mejor buscarse unos cartones y dormir en la puerta de una biblioteca pública por si acaso, hay calefacción y aire acondicionado, y un servicio digno. Pero llegará un día en el que tenga que usar la cartera para comprarme un libro. No se sabe qué hacer cuando se queda uno pegado a los cristales de las librerías y recorre las mesas de novedades con cara de idiota.
Solución: ¿Y si le damos algo de emoción a esta vida plagada de recortes? ¿Qué tal si me convierto en un ladrón de libros? ¿Estará tipificado en el Código Penal? No creo que muchos echen en falta que no hay libros, que alguien los acumule por el simple placer de leerlos. Émile Zola, Fiódor Dostoievski, Alejandro Dumas, Antonio Muñoz Molina, Gabriel García Márquez, Truman Capote, Benito Pérez Galdós, Patrick O’Brien, Roberto Bolaño… y, de paso, el Manuscrito Voynich original para cuando me quede en paro, a ver si así acabo traduciéndolo al román paladino.