Una nueva lectura no es otra cosa que una rendición sin condiciones a sus autores. © Pao Cardona

Los libros se terminan y… empiezan otros. Es un círculo que nunca acaba. Hay veces en los que no hay lecturas apuntadas, ni surge en la mente un título marcado a fuego que nos hace dirigirnos con prisa a la librería con la certeza de haber encontrado un tesoro. Pero hay ocasiones en las que no se alumbra ningún libro en el horizonte. Nos quedamos hueros, tal vez las últimas líneas de la obra anterior nos dejó así, impávidos.

Surge entonces ese tiempo de barbecho, que está lleno de caminos inexplorados. Los libros se agolpan en las estanterías. Se observan los lomos, las sinopsis en las contraportadas, hasta se mira de reojo al señor que está a nuestro lado que se dispone a pagar en la caja. Nuevos nombres alumbran los deseos de leer historias, de sumergirse en batallas perdidas o conocer mejor la realidad que nos incumbe con cifras o datos de un sabio doctor de una universidad americana.

¿Qué leer? Una nueva lectura no es otra cosa que una rendición sin condiciones a los autores. Al principio nos creemos muy fuertes, por lo que pactamos un acuerdo, pero nos rendimos ante sus primeras palabras, con unas cuantas frases nos llevan a su mundo y allí nos atrapan hasta el final. Y así nos sentamos en la estafeta de correos de Yoknapatawpha, de William Faulkner, en la cubierta de la vieja Surprise donde echamos el rato escupiendo por la borda, ¿verdad Patrick O’Brien? o, ya puestos, intriguemos con los Salina, cuando se oyen voces revolucionarias más allá del jardín.

Con ese misterio atávico que todavía no comprendemos funcionan los libros, los buenos libros, por cierto.

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