No sólo hay libros de viajes sino también los libros que nos acompañan mientras viajamos o los que podemos escribir en esos días. © Kolby

¿Qué libros nos llevamos durante un viaje? Depende de la meta. Entonces, sin quererlo, los libros se adaptan a la ruta. Y no sabemos si son transformados por el destino o al revés. Cambian los soportes, pero la lectura no permuta su constante martillear en las páginas o en los párrafos de una novela. El autobús, el barco, los vagones de tren, el avión, las salas de espera de aeropuertos, las habitaciones homogéneas de hoteles… el ecosistema del lector encuentra acomodo en los viajes, que se suponen debe ser placenteros. 

¿Existe entonces una literatura con títulos propios en estos periplos de la modernidad? Más que títulos —no me viene a la cabeza ninguno concreto, así a bocajarro— hay situaciones más bien. Les comento algunas, a ver qué les parece. Nada mejor que tomar un vuelo low cost con destino a Londres con La Ciudad, de Chaves Nogales, bajo el brazo. Una tortura amable: abandonar la urbe soñada camino de la metrópoli sajona. ¿Y si leemos delante de unos espetos en un chiringuito Los sinsabores del verdadero policía de Roberto Bolaño?

Otro caso. Tomen entre sus manos —asegúrense de la versión electrónica, please— el tomo de Moby Dick de camino a Nueva York o similares. Las doce horas de avión nos empujan al mundo de los balleneros de Nueva Inglaterra. ¿Y en un parador de turismo? Pues Cartas desde mi celda, de un señor llamado Gustavo Adolfo Bécquer. Ven, los ejemplos me brotan ahora, cuando se recuerdan situaciones, pasajes de soledad frente a un paisaje urbano distinto al que tenemos apuntalados en la retina todos los días.

 

Portada del libro.  © Casa del Libro

Pero el mundo se vuelve del revés o, mejor dicho, los libros nos vuelven a nosotros del revés. Nacen los viajes interiores y, como estamos sin posibles en la cartera, son los más cercanos (y baratos). ¿Qué tal entonces viajar al norte de Francia para conocer los problemas eternos de los mineros del siglo pasado y del actual, de sus miserias y reivindicaciones? Lean Germinal, de Émile Zola, un planazo para unos días sin muchos alicientes, en un mes intrascendente del calendario. ¿Y releer, en mi caso, Cien años de soledad al abrigo de esas horas muertas en las que la realidad se confunde con la ficción?

Pues los libros, agentes secretos de la conciencia del lector, coquetean con el reino de la probabilidad, de lo que podría ser y nunca fue o será. El que esto escribe iría más allá, como Aristófanes, que creó una palabra (nephelokokkygía), un imperio efímero e irreal para que su audiencia se parara a pensar, al menos durante un rato. Las fronteras son interiores y los viajes, créanme, son inabarcables. Por cierto, ¿dónde habré leído estas frases? Seguro que en un libro de viajes.

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