El crucero alemán SMS Könisberg muy cerca del puerto de Dar es Salaam en julio de 1914. © Walther Dobbertin

¿Quieren aventuras? ¿Desean además mezclar dos géneros narrativos distantes? Sigan leyendo. A ver qué les parece la siguiente. Los ingredientes no son difíciles de encontrar en el mercado, todo lo contrario, están a la mano; lo mismo sirven para una superproducción cinematográfica que para un modesto cómic en blanco y negro. Al final se busca el mismo objetivo, entretener al personal y, de paso, borrar la delicada frontera que separa o une la ficción literaria de la realidad que, a veces, no quieren separarse.

Comencemos. La I Guerra Mundial fue nominada con ese membrete no sólo por la magnitud de la carnicería sino también por los lugares remotos y exóticos —ya se acerca a la aventura— en los que se combatió. Uno de ellos fue el África Oriental Alemana. Créanme, los alemanes, antes de Angela Merkel, poseían un imperio colonial repartido por lugares distantes y remotos del globo. Cuando se declaró la guerra en julio de 1914, enviaron a aquellas latitudes al crucero ligero SMS Königsberg para entorpecer en lo posible las rutas comerciales del Imperio Británico en el océano Índico.

Y, por lo que sabemos, lo hizo requetebién, para ser un buque pequeño y tan aislado. Hundió al HMS Pegasus y al carguero británico City of Manchester en la batalla de Zanzíbar. Pero ahí acabó su buena suerte, como le ocurrió al SMS Emden. Rodeado por el HMS Mersey y el HMS Severn se refugió en el río Rufiji. Antes de abandonar el buque, la dotación se llevó los cañones para unirse a las tropas del general Paul von Lettow-Vorbeck, un joven y vibrante oficial que, con un grupo de 3.000 europeos y 11.000 nativos, llamados Askaris, luchó frente a unos 300.000 efectivos británicos, comandados por el general Jan Smuts.

Portada de Las etiópicas. © Norma Editorial

Unas décadas después, el dibujante Hugo Pratt en el álbum Leopardos, incluido en la serie Las Etiópicas (1973), subía a bordo del Königsberg —convertido ya en cuartel de las tropas británicas— al marino Corto Maltés. Allí conversa su personaje más universal con el capitán McGregor sobre la marcha de la guerra en ese rincón alejado de cualquier atisbo de civilización (occidental). De repente son atacados por los hombres leopardo, una especie de Interpol africana, pero (¡oh, sorpresa!) uno de ellos es un marino alemán del Königsberg, disfrazado con una máscara.

Por supuesto hay un tesoro, lo de siempre en las aventuras de nuestro querido marinero sin barco, el vil metal que tanto envilece a los hombres, unos lingotes de oro acá y unas monedas de plata por allá. La aventura, como podrán comprobar, no tiene límites. Faltaría más, señor Corto Maltés. Y, si tienen el dinero y el tiempo suficiente, visiten los restos oxidados del buque, todavía se mantienen en pie en una ensenada apartada en el delta del río Rufji. Si duda, aquí empieza una nueva aventura.

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