La tres caras del amor, monumento a Gustavo Adolfo Bécquer en el Parque de María Luisa en Sevilla. © Telèmac

El reloj del salón da la una del mediodía, es un jueves 22 de diciembre de 1870, día gris y frío en la capital de España. “Señores, aprovechemos que es una hora redonda, ¿damos por certificada su muerte?”. El resto de los asistentes lo afirman con una leve inclinación de cabeza, apenas hay lágrimas ni palabras de consuelo para su esposa. Gustavo Adolfo Bécquer, el soberano de los poetas españoles, ha muerto a los treinta y cuatro años.

¿Es cierta la noticia? El vate de la calle del Conde de Barajas de Sevilla murió más tarde, unos años después. La muerte, su fingida muerte, fue un truco, una metáfora, pensarán los más cultos; el que esto escribe cree más bien en un estrambote, en un pareado suelto y luminoso, de esos que escribía años atrás casi sin esfuerzo, pero que se clavaban en el corazón de sus lectores, como una saeta envenenada, tanto hombres como mujeres.

Su salida de este mundo no fue honrosa, pero sí poética. Bécquer estaba cansado de las luchas políticas, de las revoluciones sangrientas, de cambios de gobiernos que maltrataban a la cultura como a una bestia de carga. Y el plan para fingir su muerte no puede surgir de otra mente como no sea del pintor Casado del Alisal, un amigo personal, de los de verdad, que le anima a escribir artículos y leyendas, que no se centre tan sólo en poemas de amor «algo ñoños», como le dijo en una ocasión.

“Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo”. Dicho y hecho, su palabra será ley. El que toma nota, mientras Gustavo Adolfo se viste con ropa de viaje, es Augusto Ferrán, un verdadero poeta, libre de escuelas, hastiado del romanticismo de la revistas ilustradas y de las novelas con final feliz. Escribe en los márgenes de sus libros: «Ando loco y nunca estuve tan enamorado. Es muy bella, y más que bella encantadora». 

Pero, ¿dónde está el poeta? Envía algunas postales de lugares exóticos, con nombres sacados de los mapas de exploradores. Tres meses después de su marcha se asienta en Ohau…

Sus amigos se ponen de acuerdo en cuáles deben ser sus últimas palabras. ¿Qué tal Todo mortal? Estupendo, hay incluso abrazos. ¿Por qué no añadir que fallece por tuberculosis? Pues también, que una circunstancia así agrandará su leyenda. Fue enterrado al día siguiente en el nicho número 470 del Patio del Cristo, en la Sacramental de San Lorenzo y San José de Madrid. El cuerpo es de un mendigo que se ha sacado de la morgue por unos reales. Gustavo ya tiene las maletas preparadas, dejará esposa e hijos en España. ¿El destino? Lo hará público cuando se calme el revuelo. 

Mientras tanto, Augusto Ferrán y Rodríguez Correa se ponen de inmediato a preparar la edición de sus Obras completas para ayudar a la familia. Toman las rimas que estaban desperdigadas después de la pérdida del manuscrito Libro de los gorriones. Pero, ¿cuál es el orden de esas composiciones? Es un rompecabezas. ¿Qué título le ponemos? Pues… Rimas y leyendas. Dicho y hecho.

Al fin se publican en 1871 en dos volúmenes y en sucesivas ediciones fueron añadidos otros escritos. La fama de Bécquer crece sin parar, sobre todo, en las universidades alemanas, donde es excusa de un par de tesis doctorales. Aquí, con un nuevo rey en el trono, avanza poco a poco su nombradía.

Pero, ¿dónde está Gustavo Adolfo Bécquer? Envía a los más íntimos algunas postales de lugares exóticos, con nombres sacados de los mapas de exploradores. Tres meses después de su marcha se asienta en la isla de Oahu, en el grupo de las Hawái, bajo soberanía británica. Traba amistad con el diplomático francés Charles de Varigny, que está ansioso por enviar a Francia algunos de sus poemas. Pasan los años y en nuestro país Bécquer es un mito, el poeta del amor y del dolor, que cuenta ya hasta con biógrafos. 

¿Cuándo muere el poeta? El hijo de Augusto Ferrán recibe una carta en la que se dice que el poeta dejó de existir tras un paro cardíaco mientras daba un leve paseo junto al mar. La fecha, ironías del destino, apunta a un 12 de diciembre de 1910, el lugar es Diamond Head, ya había cumplido los ochenta y cuatro años. El último de los poemas que dejó escrito decía: «Hoy como ayer, mañana como hoy,/ ¡y siempre igual!/ Un cielo gris, un horizonte eterno/ y andar… andar».

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