La palabras son seres vivos, cumplen un ciclo vital como cualquier organismo que respira. © LexnGer

¿Qué me dicen de la palabra aviador? A mí me suena a biplanos de colores chillones, a hélices accionadas manualmente por los mecánicos, a cazadoras de cuero y a señores como el conde Almásy sobrevolando las dunas del desierto tunecino o al aguerrido Charles Lindbergh sobre el Atlántico. Nada de pilotos, ni auxiliares de vuelo ni compañías lowcost. ¿Y ambigú? Pues me conduce directamente a los amores adolescentes, al cine de verano, al ruido de las pipas, a las películas de aventuras, al sabor de los refrescos y de las golosinas que hoy se han perdido para siempre, y de creer que todas las pelis son buenísimas cuando en nuestro presente no soportarían un segundo visionado.

Ya puestos al salir del cine de verano te encontrabas con tu padre, que era el paradigma del carroza y del carca. ¿Me siguen? Ahora dibujamos una sonrisa, pero en aquellos años era palabras contundentes que destilaban madurez y enfrentamiento generacional. En España fue la Transición que delimitó también en las familias el antiguo y nuevo régimen.

Después de pelear un poco con el padre, nos metíamos en el cuarto y allí escuchábamos el último elepé de nuestro grupo favorito, pues el vocalista asombraba al público con sus gorgoritos; además hacíamos las veces o soñábamos con convertirnos en pinchadiscos gracias a un equipo de música hi-fi, que en nada se parece a un modernísimo pickup. Qué tiempos…

Ahora no hay lavativas, ni se hacen gárgaras como remedios caseros ante cualquier dolencia, ni se acude a un cine para ver una película en sesión matiné, así, palabra casi francesa porque la falta una e más al final. Ni el más moderno del barrio sacaba en los días de fiesta un tomavistas, palabra rotunda, descriptiva, que ya en su interior lleva el ruido del motor de la cámara y los colores desvaídos de la nostalgia, de los filtros que ahora están tan de moda en plataformas como Instagram.

No nos queda otra que echar estas palabras de menos, pues se están desvaneciendo de nuestro idioma. Tal vez aparezcan en los diálogos de algún capítulo de Cuéntame cómo pasó o una persona mayor se le escape cochera en lugar de aparcamiento o párking, que es más moderno, y a los más rijosos, que rascan las palabras de lo más profundo de sus instintos, sostén por sujetador.

Las palabras son seres vivos: nacen por consenso de los hablantes, se desarrollan con significados nuevos que esos mismos hablantes les conceden y mueren sin previo aviso, encriptadas en los libros y diccionarios personales de los escritores en sus novelas. Como especies en peligro de extinción, ceden su hábitat a otras palabras más frescas y que suelen desembarcar de otros idiomas. Un brindis por las palabras que se difuminan, tan desvanecidas en el tiempo como los hablantes que las pronuncian.

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