Un joven checo intenta para la llegada de los tanques rusos al centro de Praga en la primavera de 1968. © Josef Koudelka/Magnum Photos

Todavía no he caminado por las calles de la ciudad de Praga, ni me he sentado en un banco público para ver pasar a la gente en sus rutinas diarias durante una esperanzadora tarde de otoño. Pero he sentido los aires y los aromas de una ciudad que ha establecido con Europa un idilio apasionado desde mediados del siglo XIX, y todo ello mientras pasaba las páginas de una novela, en mi casa, a muchos kilómetros de distancia de la capital de la ahora llamada República Checa.

Lo que en su día pertenecía el Imperio austrohúngaro, un crisol de culturas antecesora de la Unión Europea, hoy es un país adjetivo, sin sustantivo, porque se sigue hablando del país de los checos, pues lo de Chequia suena a representante del Este en la final por aparatos de gimnasia rítmica. Pero la literatura obra el milagro, la lectura nos transporta y nos convierte en viajeros, no sé si voluntarios o forzosos durante un tiempo.

Con la certidumbre inapelable de la distancia física, he conseguido acortar distancias gracias a una buena novela, donde se sienten vidas ajenas con la misma certeza con la que nos ponemos frente al espejo cada mañana. Por eso, los viajes firman un pacto con los sentidos, los pervierten a su manera y, en especial, en mi caso, los difuminan en esa frontera entre realidad vivida y ficción sentida. Pues, en verdad, no somos otra cosa que literatura con ansias de realidad.

En agosto de 1968 los tanques soviéticos llegan a la capital de la entonces Checoslovaquia. © Josef Koudelka/Magnum Photos

Praga es la explosión de los valores libertarios, la ciudad adormecida en el centro de un imperio que se rompía a pedazos durante la Gran Guerra. Fue sacrificada después al nazismo en nombre de Europa; y es también la lucha contra los tanques rusos durante una primavera revolucionaria que se llamó de terciopelo, cuando en París se levantaban los adoquines porque justo debajo estaba la playa. Era Mayo del 68 y las utopías caminaban con minifalda.

Pero además es la ciudad de Milan Kundera, donde se cruzan personajes condenados al desamor tras las manifestaciones libertarias. Praga son las calles también del joven Franz Kafka, que escribe atormentado a la periodista Milena Jesenská antes de convertirse en un insecto, y el vivir cotidiano e irónico de Bohumil Hrabal o el ojo de Josef Koudelka, que se atiborró de socialismo real para subirse después a un tanque y fotografiar el sueño irrenunciable de la libertad.

El día que me presente con una guía de viajes bajo el brazo en la plaza de Wenceslao y me pida una copa de becherovka ya no sabré con qué Praga quedarme, con la real —atestada de turistas que siguen con afán a un guía local en los soleados días centrales de agosto— o la que habita en la memoria, en los desencuentros compartidos junto a las orillas del Moldava y que me hace sentir el pulso de una ciudad por la que jamás he paseado con las prisas propias de los turistas.

Venta de prensa revolucionaria en la plaza de Wenceslao. © Josef Koudelka/Magnum Photos

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