Memorial por los caídos del estado de Pensilvania en el campo de batalla de Gettysburg. © Pablo Sánchez Martín

Hay días en los que uno se levanta con la cabeza en otro sitio, qué le vamos a hacer. Entonces malo, muy malo… un viaje acecha. Malditos recortes. Habrá que viajar con la imaginación o con la literatura, libro electrónico bajo el brazo, como es preceptivo. Pues allá voy, a pasar unos días a Gettysburg (¡ojalá!), en nuestros días tranquila localidad de Pensilvania, de siete mil quinientos habitantes. Un avión, cruzar el atlántico e imaginarnos que es un tres de julio de 1863, pues allí hubo una batalla, y, por ese motivo, ese aburrido pueblo ha pasado a la historia.

No hay nada como mezclarse entre yanquis que no renuncian a su pasado para disfrazarse de unionistas y confederados, acomodarse en una pensión donde una amable señora de pómulos sonrosados te va a sugerir para la cena media tonelada de puré de patatas y guisantes… muchos guisantes. Y, por supuesto, alquilar un uniforme de coronel de infantería, y subirse a la torre del Seminario Teológico Luterano —todavía sigue en pie— por si vienen los neoyorquinos del general Reynolds. Y vinieron. ¡Vaya aventura!

Después los souvenirs, los libros, las banderitas y las pegatinas, pero no renuncio a dar un paseo en coche —lástima que no se pueda hacer a caballo— a las laderas de Little Round Top, al sur de Gettysburg, para defender el flanco izquierdo de la Unión en las horas más duras de la batalla. «Recuerde coronel Chamberlain, su izquierda está libre, aquí acaba todo el maldito ejército de la Unión…», sencillamente memorable. Más puré, más guisantes, alguna tarta de arándanos entre sorbos de café aguado… gustos yanquis.

Paisaje otoñal en los campos de batalla de Gettysburg, c9onvertidos ahora en parque nacional. © Matt Evans

Y a mi lado el capitán Ellis Spear, al que de vez en cuando le doy un trago de bourbon de Kentucky, y le comento, como quien no quiere la cosa: «Ellis, forme a los hombres, el día va a ser largo y caluroso». Entonces escucho voces en español, sí, el idioma de Cervantes en la América profunda: «En marcha 20º de Maine, nos espera la gloria en la batalla». No identifico al sargento que da las órdenes.

A casa, que echando cuentas es un viaje tan absurdo como caro. ¿Alguien da más? Son las ventajas de no tener dinero, todo ha salido perfecto. El viaje de verdad, el que pasa por caja, ya se sabe, pronto queda atrás del itinerario que hemos imaginado. Lo malo es cuando se acerque el próximo tres de julio y el aburrido pueblo de Pensilvania —juró que no volveré a comer puré de patatas y guisantes— bulla en gentío y uno esté pasando calor en una playa atestada de domingueros, o, ¿serán soldados de Carolina del Sur que todavía no se han rendido? ¡Buff…!

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