El cantautor Leonard Cohen durante una actuación en un concierto celebrado en Ámsterdam en 1998. © Frans Schellekens/Redferns

El señor Leonard Norman Cohen (Montreal, 1934- Los Ángeles, 2017), como si no hubiera sido suficientemente generoso tras un derroche de más de tres horas de música (The Partisan; So long, Marianne; The future; I’m your man; Take this waltz…), se destacó y se dirigió con sincero afecto al público que abarrotaba los asientos del Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid, el pasado 5 de octubre de 2013: “Cuán bellos sois. Conducid con cuidado a casa. No pilléis catarros. Y ojalá estéis rodeados de familia y amigos para olvidar la soledad”.

Qué difícil se antoja expresar la gratitud de un modo más original y hermoso, como su propia voz, entrañable y severa, como sus acordes y versos, inolvidables. 78 años contemplan al bardo canadiense, enjuto como un novillero en edad de merecer y dueño de una lucidez serena envidiable que le llevó a sacar al mercado nuevo trabajo después de ocho años (Old ideas. Columbia. 2012).

Quiso el azar, el maldito azar, que se viera obligado a interrumpir un retiro contemplativo, feliz y desahogado, y preparar un forzado retorno que, poco a poco, se fue volviendo tan gozoso como edificante. En 2004, cuando Cohen abandonó el monasterio budista de Mount Baldy, su administradora, representante y compañera sentimental, una tal Kelley Lynch, le cogió las vueltas y el dinero y lo sumió en una gravísima situación financiera.

Con esa precariedad acechante y 70 años a las espaldas volvió a la carretera, a los escenarios, ni más ni menos que para subsistir haciendo aquello para lo que es único: cantar lo que escribe. Ese revés, inesperado y traicionero, posibilitó que sus seguidores, los de siempre y los de nuevo cuño, pudieran disfrutar de la inmensidad de la música de Leonard Cohen cuando su carrera parecía formar parte de la historia. Es como si el destino, cruel y caprichoso, nos tuviera reservada la posibilidad (el lujo, el honor) de verle de nuevo evolucionar sobre un escenario. Quién sabe si por última vez.

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