Un collage que tiene como motivo principal al escritor Roberto Bolaño y su obra literaria. © Inés Seidel

Hay ocasiones en las que llegas a los dominios de un escritor de forma casual, de rebote, por un comentario sesgado de un amigo, por el ojeo involuntario en la mesa de novedades de una librería o, como en el caso de Roberto Bolaño, a través de un documental emitido en televisión que glosaba su vida, pues había fallecido recientemente, y donde el mismo escritor contaba su trayectoria hasta un punto presente indeterminado y próximo a su desaparición física.

Del documental se pasa al libro, lógicamente, al sorprendente La literatura nazi en América, por ejemplo, una suerte de juego entre realidad y ficción, donde nunca sabes muy bien dónde están los límites. Y es entonces cuando te enganchas a su prosa, a esa forma cadenciosa de contar historias, en apariencia insustanciales, pero que van labrando un juego simbólico complejo, aunque las leamos de manera pausada, casi con un ritmo musical de piano de pared.

En mi caso, el vagabundeo siguió con Una novelita lumpen, luego El Tercer Reich y di un salto, algo más tarde, con la edición póstuma de Los sinsabores del verdadero policía, cuyos últimos capítulos se reconstruyeron según las notas del autor o, cualquiera sabe, tal vez fuese, consignado desde el otro mundo, un nuevo juego del chileno. Y Bolaño ya te (me) ha atrapado para siempre, como me ocurrió con García Márquez a los dieciséis años, cuando cayó en mis manos la edición de Cátedra de Cien años de soledad, en la edición de Jacques Joset.

Portada de la novela Los detectives salvajes. © Anagrama

Bolaño es un escritor salvaje, de una fuerza arrebatadora. Funciona como una máquina apisonadora de personajes y situaciones que te enganchan, aunque al principio te desconcierten los decorados mexicanos o los pueblos más convencionales de la costa de Gerona, además de ese listado imposible de obras literarias que se cruza en cualquier trama. Algo parecido ocurre con los títulos de sus obras, son simplemente extraordinarios, que cuesta ver en otros autores en la actualidad.

Ya tengo un plan para el próximo verano, en el mes de julio leeré Los detectives salvajes y en agosto, cuando las tardes que se apagan con un sol que anuncia el otoño y la llegada de septiembre, me pondré con la que se dice que es su obra maestra, 2666. Sin prisas, página a página concentrado, me dejaré llevar por su universo único de personajes y lamentaré, cuando me queden unas pocas páginas, que poco más puedo leer del escritor chileno, pues se agotan sus párrafos como se marchitó su vida, para siempre.

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