Un joven Patrick Leigh Fermor en la isla de Ítaca, en una imagen de la colección John Murray. © The Independent
Hace unos días murió Patrick Leigh Fermor, uno de esos personajes que mantienen viva la llamada de la buena literatura y de la aventura a partes iguales. Fue, en palabras de Jacinto Antón, el viajero eterno de Bizancio y de Grecia. A estas alturas, con la economía mundial, haciéndole un roto a los rotos del Partenón de Atenas, conviene echar una mirada adversa a la corriente habitual de los acontecimientos. ¿Quién no es un helenista en sus ratos libres? ¿Quién no ha soñado con buscar el rastro de la dinastía de los Paleólogos o subir las escarpadas laderas del monte Taigeto? Es verdad que no todos podemos ser Carlos García Gual, pero unos cuantos versos de Katsimbalis de memorieta no vendrían nada mal.
Sólo unos pocos son capaces de caminar sin prisa por el origen de nuestra cultura y de nuestras cimas y simas políticas. Fermor, que consiguió el título de sir, recorrió Europa en los años treinta, combatió a los nazis en la isla de Creta y además tuvo tiempo de escribir en 1958 un libro de viajes —no es una guía convencional— de Mani, una de las regiones más apartadas de la Grecia continental. La editorial Acantilado ha recuperado este texto en una edición remozada.
En su obra, Mani:viajes por el sur del Peloponeso, se apelmazan, como debe ocurrir en los buenos libros, la Historia con la Literatura, la Geografía con la Mitología, la Política con la Religión, todo ello conducido por una bellísima prosa. Los viajes literarios son tan necesarios como los reales. En tiempos de penurias económicas no viene mal gastarse unos euros en caminar por el Mani más profundo de la mano de un inglés fascinado por el origen de nuestra civilización. Y de paso echarse un traguillo de vino con esos viejos momificados que observan al visitante en un pueblo perdido entre laderas azotadas por el viento el sol.
Portada del libro. © Acantilado