Una vista panorámica de la ciudad de Nueva York con el Empire State Building en el centro. © Thomas Hawk
A veces no sabemos si merece la pena conocer una ciudad, nos sobra con la literatura, con la buena literatura, ¿verdad Enric González? Si cualquier viaje es un ejercicio frustrado de imaginación o, más bien, de choque entre la imaginación y la realidad cuando dejamos la terminal de un aeropuerto, no es menos cierto que acompañar la aventura con un libro bajo el brazo es convertirse en un agente doble, en un infiltrado. Ya no sé si prefiero las sensaciones en primera persona o las de otros tipos como Antonio Muñoz Molina o Bill Bryson.
En esas estamos —realidad frente a deseo— los que no hemos pisado Nueva York y puede que no lo hagamos nunca. La ciudad, la gran ciudad del capitalismo, la urbe que mejor ejemplifica los desmanes sociales y las versiones más funestas del «todo es posible en América» —vaya frasecita— es un monumento viviente a la literatura y al cine. Leer un libro de viajes como si se tratara de una novela es uno de los mayores gozos literarios que se pueden experimentar, y este es un caso tremendo. Sus páginas, aunque nos parezcan escasas, nos ayudan a recorrer sus calles, sus vecinos ilustres, sus glorias y sus tremendas miserias.
Me parece que con libros así podríamos vivir en la Gran Manzana sin necesidad de tomar un taxi, pasear por la 59 oeste bajo la lluvia o aburrirse en un interminable partido de los yankees con un perrito caliente en las manos, y todo ello sin sacar un pie de la mesa de camilla, se lo aseguro. La misma sensación se tiene después de leer otros libros de viajes (¿?) sobre las ciudades como Londres o Roma, del mismo autor, que ahora se encuentra exiliado como corresponsal del diario El País en Israel. Enric, por favor, no dejes de escribir aunque sólo sean estos raros libros de viajes. Te lo prometo, seguro que mi próximo viaje será a Nueva York, con Historias de Nueva York bajo el brazo.
Portada de la obra. © Casa del Libro