Russell Crowe da vida a Jack Aubrey en la película Master and Commander, versión en celuloide de las novelas de patrick O’Brian. © Cine al compás
No hace falta embarcarse en la vieja HMS Surprise para enjaretar unas aventuras, al menos yo no lo he hecho al leerme El reverso de la medalla, la décimo primera novela de la saga de Patrick O’Brian. Bastan unos paseos por Londres de la mano de Stephen Maturin, tomar el té en un club distinguido y jugar un partido de cricket en la villa campestre del capitán de navío Jack Aubrey para desarrollar un argumento más ambicioso que luchar contra la escuadra francesa en la isla Mauricio.
Y es que las aventuras más extrañas y apasionantes pueden ocurrir en los pasillos de la sede del Almirantazgo con los siguientes ingredientes, tan actuales para nosotros como para los hombres de la Armada Real de principios del siglo XIX: corrupción, soflamas políticas, servicios secretos, fondos reservados… A mí es que estas palabras me suenan bastante en la actualidad.
Por eso, estoy deseando leerme el siguiente volumen de la serie, pues el astuto Maturin ha comprado de su bolsillo la Surprise —vaya dinero que lleva ahorrado el doctor— para convertirla en un buque con patente de corso. Su amigo Aubrey ha superado la vergüenza pública de una picota y, como siempre, no arregla sus problemas financieros. Así que tiene la oportunidad de no perder su nombre y honor en la Armada.
Lo que daría por convertirme en un marinero de primera. Sé cocinar, sé planchar, lo mismo ato un cabo que me subo al palo de mesana… en fin, lo que quiera mi capitán. Con tal de arribar a las costas de Canadá o luchar con algún pachá en la costa otomana o hacer alguna presa —la verdad, cada vez menos— en el Mediterráneo soy capaz de venderme por unos cuantos chelines, seguro. Hagan sus apuestas.
El puerto de la traición
Ahora que la isla de Malta es un destino turístico muy apañado para los españoles —ojalá no se convierta en una nueva Ibiza— he apurado las últimas líneas, con fuerte viento de levante y navegando de bolina, de El puerto de la traición, otra novela de la serie de la Armada Real en tiempos de Lord Nelson de Patrick O’Brian. Entonces, a principios del siglo XIX, la minúscula isla mediterránea era un enclave británico en su guerra con el usurpador, Napoleón Bonaparte.
Navegar por sus páginas ha sido complicado. Me he encerrado en la habitación con el aire acondicionado, como si estuviera en el sollado de la Surprise, he mandado a paseo a Killick y me ha tocado la guardia en el coronamiento con dos jóvenes guardiamarinas. Nada, las ordenanzas del Almirantazgo. Pero he disfrutado con los habitantes de Malta, los conciertos de la señora Fielding y sus pastas napolitanas. Además conocí a Maturin en su lucha sin cuartel contra el espionaje francés.
Como me da pánico nadar donde no doy pie, lo pasé fatal cuando nos embarcamos con destino a Oriente, nuestro traductor, el pobre, se dio un baño en el Mar Rojo y lo devoraron los tiburones. Pero llegamos a buen puerto, hasta la próxima novela del bueno de O’Brien. Apagué el aire acondicionado, saqué la nariz por la ventana, el levante me iba a quemar la cara. Demasiado calor para poner al navío en facha. Espero que la próxima aventura de Jack Aubrey y Stephen Maturin —vaya dos personajes más rotundos— se desarrolle en mares más fríos.
La costa más lejana del mundo
Me enfrento a cada novela de Patrick O’Brien —¡señor, cada vez me quedan menos!— como un guardiamarina que todavía no encuentra el mediodía en cubierta con el sextante. Son los daños colaterales de la aventura, esa sopa en la que todos los condimentos son posibles. La costa más lejana del mundo no es una excepción, hasta es un grado más familiar, pues algunas de sus escenas se llevaron al cine en Master and Commander. Y es que es sentarse y ponerse a leer… y te meten en el cuerpo un ritmo frenético.
No hay tiempo ni de rascarse la nariz, entre limpiar la cubierta, arriar las velas y cubrir la guardias desde las cofas se pasan los días. Que hay que doblar el Cabo de Hornos, pues quién dijo miedo; que hay que perseguir a la fragata estadounidense USS Norfolk cerca de las Islas Galápagos, pues mucho mejor, ya que el doctor Stephen Maturin podrá observar las aves más extrañas; que hay que recoger a unos balleneros, pues nada hay que mejor que cantar después de unos vasos de grog no muy aguado.
Hay veces que como lector me pongo unos algodones en los oídos porque al capitán se le ocurren ejercicios de puntería cuando estoy llegando al capítulo octavo y luego dice que son «directrices de la superioridad». Con una mano cierro el libro, pero con la otra afilo un espadón español por si tenemos que abordar a otro navío, y es que eso de llevarse un botín y abandonar esta mísera vida de marinero de la Armada Real es muy sugestivo.
Llego a las últimas páginas con un nudo en la garganta. Desconozco si nuestra querida fragata, la Surprise, quedará varada en Portsmouth, cualquiera sabe. Llego a puerto, quedo con algunos compañeros para tomar unas cervezas y veo cómo el capitán sigue en el coronamiento mirando fijamente el horizonte. Hasta la próxima, capitán Aubrey.