El famoso Tower Bridge fue construido en estilo neogótico victoriano en 1894. © Pablo Cabezos

Londres ya no es lo que era, ¡qué le vamos a hacer! Ahora es el reino de los vuelos baratos, de los musicales, del preceptivo paseíto por Harrods para comprar una bolsa reutilizable decorada con gatitos, de la fotografía (ahora con el móvil) al punk descarriado en Camden Town y de unos paseos stendhalianos delante de los mármoles de lord Elgin. Pero hubo un tiempo no muy lejano en el que la vieja ciudad del Támesis fue la capital del mundo. Eso sí que era un imperio y no la versión yanqui de una gran potencia.

Entonces se paseaba a caballo por Haid Park —¡cómo te echo de menos Fandango!— lanzando miradas licenciosas a las bellas señoritas. Los londinenses, tenemos que aceptarlo así, gobernaban las dos terceras partes del globo y te leías las páginas del Times en los clubes más distinguidos cerca de Regent Street. Allí se hablaba de batallas en los trópicos, de la construcción de iglesias de ladrillo rojo en las selvas de Nueva Zelanda y de los últimos descubrimientos geográficos al calor de la chimenea y de la garraspera en la laringe de una buena ginebra.

Pero ese Londres de la reina Victoria, de 1837 a 1901, pues coincidió con el extenso reinado de esa señora regordeta, ha permanecido encurtido en la literatura, en la pintura y en la entonces incipiente fotografía decimonónica. Y ese Londres es el que me fascina, en el que bulle en la imaginación de los escritores, guionistas y diseñadores de producción de series y filmes ambientados en aquella época. ¿No ocurre algo así cuando se contempla la saga de Sherlock Holmes de la mano de Guy Ritchie?

Portada del libro.  © El Corte Inglés

Por eso Mabel Salido, una londinense adoptiva que ha hecho suya la gran urbe, recoge en Un viaje al Londres victoriano una antología de los observadores parciales de la historia: los escritores, los ensayistas, los viajeros, los pintores… Es el Londres que nos muestra la mirada penetrante de Charles Dickens, Henry James o Edward Walford. Por eso el libro se ilustra con las obras de tipos como Gustavé Doré, o los cuadros de James Whistler, William Powell Frith o John Ritchie.

Que conste, Jorge Manrique no tenía razón. A él le parecía que cualquier tiempo pasado era mejor por definición. Lástima, no visitó Londres en el siglo XIX para cantar lo más sórdido y también lo más exquisito. Las ciudades, como ha escrito Aude de Tocqueville, son mundos abiertos en perpetua metamorfosis, donde el diálogo entre el presente y el pasado, por no incluir también el futuro, no se interrumpe nunca.

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