Recreación de una familia de vacas marinas de Steller, extintas desde el siglo XVIII. © wikimedia

Un buen día, seguro que era lluvioso, el naturalista Georg Wilhelm Steller se embarcó en el San Pedro, de la armada real Rusa, para participar en la segunda expedición a Kamchatka. El viaje se inició en 1733 y duró unos diez años. Vaya aventura. Al mando, un viejo conocido de la geografía escolar: Vitus Bering. ¿Les suena de algo ese nombre asociado a un estrecho? Pues sí, le puso su nombre a la estrecha manga de mar que separa Asia de América.

A bordo del San Pedro recorrieron lo que entonces eran posesiones rusas, entre ellas la Alaska de esa mujer que soñó un buen día con ser presidenta de los Estados Unidos: la irrepetible Sarah Palin. Y aquí comenzó una de esas historias a las que se le puede poner la etiqueta de aventura, absténgase Jesús Calleja, justo antes de que Alaska al completo se vendiera a otro país, con sus habitantes incluidos, claro está.

En 1741el barco de Steller fondeó en la isla de Arachka —luego isla de Bering—, frente a Kamchatka, con la intención de recoger agua. Allí se dio unos paseos con un cuaderno de notas en la mano y casi sin darse cuenta realizó unos cuantos descubrimientos para la ciencia de los más extraordinarios. Lo que más le llamó la atención en las frías aguas plagadas de bosques de kelp fue la vaca marina, su nombre se le puso después a modo de homenaje. Se topó con el sirenio más grande que jamás haya existido sobre el planeta. Conocemos en nuestros días tan sólo al manatí o al escurridizo dugongo, pero eran unos simples amagos biológicos frente a su hermano mayor.

Ilustración que muestra la caza indiscriminada de este animal.  © Mundo Prehistórico

La vaca marina de Steller pesaba entre cuatro y diez toneladas, y llegaba a medir unos diez metros los machos más desarrollados. Han leído bien. Era un animal manso, que no huía del contacto humano. Pocos meses después, gracias al informe de Steller, muchos buques de balleneros y cazadores de focas encontraron una presa fácil. Un buen día se extinguió, sobre 1768, unos 27 años después de su descubrimiento. Hoy nos quedan unos dientes y unas muestras de piel olvidadas en un museo.

Las extinciones, unidas muchas veces a su descubrimiento, de los animales tienen en ocasiones componentes casuales. No sabemos si ya su número estaba en descenso cuando Steller las avistó, apenas conocemos sus pautas de comportamiento, su alimentación, su reproducción… Nos queda la esperanza de que una pequeña comunidad subsista en un lugar aislado de las Islas del Comandante, cosas de la Criptozoología.

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