Una carta enviada desde Nueva York en 1856 a la localidad de West Cambrigde, en Massachusetts, con tres sellos de un centavo. © wikipedia

Son tiempos difíciles para escribir una carta, para tener en casa un sobre, un trozo de papel, tiempo suficiente para unir unas letras y comprar el sello que se pegará en el ángulo superior derecho del sobre. Por cierto, ¿tienen un buzón cerca de casa? Los exterminadores de las cartas y, de paso, de la Filatelia, han sido varios a lo largo de la Historia. Primero el teléfono fijo, que mató incluso a las cartas urgentes; luego el teléfono móvil, con sus mensajes de texto al principio y luego los chats. No entremos en los detalles del famoso whatsapp y sus grupos.

¿Qué nos puede ahora empujar para mandar a alguien una carta? En principio, casi nada. Pero a veces necesitamos el texto escrito sobre papel como una isla entre los emoticonos, los correos electrónicos y los grupos de chat. Deslizar el bolígrafo o la pluma sobre una cuartilla tersa posee en grado sumo el calor de lo humano, de los sentimientos que se trazan en la caligrafía, única e intransferible de cada persona. Las letras marcan las curvas de las palabras, la mente ordena a la vez los pensamientos y así vamos desgranando lo que somos y a quienes nos parecemos.

Todavía hoy precisamos escribir sobre un papel, pues el desahogo de lo que nos atenaza el pecho se alcanza cuando nos despedimos de la persona a la que nos dirigimos, con esas fórmulas que recuerdan sentencias judiciales. No sabemos si nuestras palabras tendrán efecto, pero contamos con la certeza de aquello que permanece por escrito, tiene un valor cercano al de la ley. 

Una de los métodos más habituales para comunicarse hasta hace poco fue la carta manuscrita. © Phil Hilfiker

Y en ningún lugar mejor se aprecia esa condición que en personas iletradas confiaban no hace muchos años en amanuenses para enviar a casa unas palabras y miraban con asombro cómo en un banco, junto a la oficina de Correos, se compactaban los párrafos unos con otros. En pocos minutos sus deseos se transformaban en un par de hojas escritas que contenían de manera mágica un conjunto de ideas y advertencias. Lean con admiración las páginas de El amor en los tiempos del cólera o las escenas de El cartero y Pablo Nerudadonde se habla de las cartas, donde se escriben declaraciones de amor o despedidas nostálgicas.

Ahora que la inmediatez se ha instalado en cualquier actividad humana, que debe ser frenética por naturaleza, ponerse a escribir posee la rara virtud de la tranquilidad y del reposo, de ordenar de manera consciente los pensamientos, de supeditarlos a un fin lógico, aunque en muchas ocasiones es un corazón desgarrado el que dicta las palabras. Las cartas detentan todavía un pequeño campo abonado en el mañana, pues las palabras sólo tienen una expresión posible, la del futuro.

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