Imagen singular de un coche de cuadrillas antes de partir en la calle Pureza, frente al puente de Isabel II. © Martín Cartaya
Me bajé de un coche de cuadrillas allá por el año 87 del siglo pasado. O puede que fuera un año antes. O uno después. Iba por entonces de ayuda de mozo de espadas ocasional con mi amigo Paquito —Sánchez Romero en los carteles—, de Rota por más señas. Quizá fuera tras una novillada con picadores en Camprofrío, sierra del Andévalo onubense, cuya plaza, todo blancor de cal, es de las más simples, antiguas y bellas de España.
O a lo mejor fue en Tarifa, donde por entonces empezaban a llegar los guiris al reclamo del viento y los deportes náuticos: ellos muy atléticos, y ellas rubísimas con unos ojos azules como el mar mediterráneo —o quizá como la mar océana, que allí se juntan los dos—, donde volaban veloces en diminutas tablas con velas emulando a la Venus de Botticelli sobre la concha camino de Chipre.
Coincidimos con estos extranjeros en la pensión, lo que hoy llamarían un hotelito con encanto, un patio lleno de macetas con muchas pilistras y suelos hidráulicos para entretenerte con sus caprichosos dibujos y echar fuera el miedo de la espera durante la siesta. Y la verdad es que mi torero, rubio y de ojos claros, parecía uno más de ellos.
Da igual donde fuera, me bajé y punto. Casi treinta años después me he vuelto a subir en un coche de cuadrillas, así todo junto, que suena a kilómetros y más kilómetros devorados. Esta vez, de fotógrafo, ya con más años en el carné de identidad y más hernias de disco en el cuerpo.
Hay cosas que no han cambiado ahí dentro: el capotito de paseo colgado del retrovisor; el coger las curvas en línea recta invadiendo el otro carril; el traqueteo del esportón y el golpe seco al chocar contra el fundón de estoques; las bromas que se gastan, casi siempre al mozo de espadas; el tremendo silencio camino de la plaza o la rápida parada al regreso en una venta de carretera con bocadillo de lomo y queso viejo que sabe a gloria bendita.
Pero ya nada es igual. La aparición de un cacharrito, entre utilísimo y diabólico, y su conexión al mundo mundial ha cambiado la vida. Globalización le llaman. Y en el coche de cuadrillas no iba a ser menos. Con el teléfono móvil —celular le dicen en otras latitudes también taurinas— ya nada es igual. Casi ha desaparecido la charla; la narración de anécdotas, ya fueran vividas, inventadas o ensoñadas y hasta el análisis reflexivo del festejo. Ya todo son oye dale al me gusta, te pongo un privado, te llamo en un minuto, me estoy quedando sin batería o subo la foto.
En fin, fue bonito mientras duró.