Uno de los fotogramas de la película de temática taurina La soledad del triunfo, dirigida por Álvaro de Armiñán. © Flirck
Asomarse a los toros desde las cámaras cinematográficas (y en estos tiempos que corren) es más que un riesgo, pues las barreras que se interponen son muy fecundas: que si lo políticamente correcto, que si el topicazo de las dehesas, que si un andalucismo por acá, que si un trasunto de la actualidad por allá con prensa del corazón incluida…
La soledad del triunfo es una apuesta decidida por hacer todo lo contrario que se expone en el primer párrafo, y es que las historias de las que se nutre el cine surgen de lo más visitado por guionistas y productores, aunque nos suenen de toda la vida. El truco está en contarlo de otra forma. Tan inspiradora es la Tauromaquia como las historias que proviene de un videojuego. Al menos, el toro —como profesión y mística a un tiempo— tiene todos los centros de interés de cualquier historia.
Citemos algunos de esos temas eternos: el triunfo, el fracaso artístico, el éxito que se paladea en solitario, los ventajismos y la presencia de los mentores en el mismo acto de la popularidad… y la fama mediática, que no se nos olvide. Todos esos argumentos están ahí; tan cerca de nosotros que los damos por conocidos.
La diferencia de esta apuesta estriba en el escenario que le rodea. El mundo del toro es, se mire por donde se mire, belleza, pura poesía que emana de las imágenes de aquellos que arriesgan sus vidas en un espectáculo único e irrepetible —sí, es espectáculo violento, esa barbaridad, bla, bla, bla… y muchos más adjetivos—, intenso y rico en matices, a fin de cuentas humanos, muy humanos.
Por eso, asombra una apuesta como La soledad del triunfo porque nos transmite una historia que nos conmueve sin habernos puesto nunca delante de un toro, de entender el sentido de la felicidad o del éxito como en cualquiera de las situaciones que plantea el celuloide. En definitiva, es cine.