Imagen del perfil del periodista Fernando Carrasco en las redes sociales en plena actividad profesional. © Facebook

Fernando Carrasco Moreno (Sevilla, 1964-2016) debió aterrizar en este mundo, en esta ciudad, con una misión bajo el brazo claramente definida. Fue un ser llamado a procurar a los que tuvieran la fortuna de cruzarse en su camino una suerte de regalo intangible que no conoce de alzas o cotizaciones, de modas o tendencias: la alegría, sincera y diáfana. Transparente. Ya advirtió Dickens que nada hay en el mundo tan irresistiblemente contagioso como la risa y el buen humor. Nos lo inoculaba en vena, nos volvió adictos. Nadie se le resistía, incluso los de gesto adusto, como el que escribe todavía aturdido por el puñetazo a traición de la maldita noche del 3 de marzo.

Su tocayo, el dueño de esta casa virtual, y éste que la visita de tarde en tarde disfrutamos de una muy estrecha y provechosa relación con Fernando, forjada sobre la dura piedra de los asientos de la plaza de toros de la Maestranza. Nos reíamos hasta de nuestra sombra al compás que él marcaba. El buen humor y la risa fueron dos de sus mayores patrimonios, los tenía dibujados en el semblante, todos los días, a todas horas.

Estaban Fernando y su sonrisa gigante, su inseparable muletilla (“qué tremendo”), no hacía falta mucho más. Bueno, su libreta Guerrero, su bolígrafo Bic cristal azul, su letra de trazo inmenso, su paquete de Chesterfield, su Scooter aparcada en la puerta para salir pitando, justo cuando el sexto doblara, camino del periódico a escribir la crónica. Echar una tarde de toros junto a Fernando era una experiencia extraordinaria aunque sobre el ruedo reinara la nada. Su sola presencia bastaba para arreglarlo todo.

El perfil de Fernando Carrasco en Facebook ha estado presidido por una fotografía hermosa, emocionante y paradójica a un tiempo. Nunca estuvo solo, como en esa inmensidad de los tendidos de la plaza cuando todos toman el camino a casa. Un instante de tranquila soledad, de despreocupada espera, de paz inalterada por la prisa. Imposible. Aunque es seguro que esa paz con mayúsculas es la que estará gozando ahora en un cielo que merece más que nadie. La ha ganado con creces.

Ya está bien de llorarle. Mejor será recordar con gratitud y reírnos con cada anécdota, con cada ocurrencia, con cada disparate. Qué tío más bueno, qué tremenda manera de ser, cuánto nos reímos. Y cuánto nos queda por reír, somos muy afortunados: la huella que ha dejado Fernando Carrasco es eterna, imborrable. Parece que lo esté viendo, imitando la voz cascada por el tabaco de Antonio Chenel Antoñete: “Ya lo creo…”

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