El diestro sevillano Diego Puerta en una tarde donde saboreó los máximos trofeos. © FM Revista de Cultura

Una tarde le partieron el hígado y tres días antes de su retirada por poco pierde los testículos… ¡Ay, madre! Se cortó la coleta con treinta y tres años, y dijo un solemne «hasta luego» con acento andaluz y con cincuenta y ocho cornadas en el cuerpo. Así fue —parece sencillo decirlo— la carrera taurina de Diego Puerta, ese diestro sinónimo de valor y entrega. Y pasaron los años.

Hablar de toreros que uno no ha visto es tarea compleja. ¿Qué puede uno contar de Diego Puerta que no sea más allá de las referencias de compañeros veteranos o de las líneas constreñidas del Cossío? Pues apenas nada. Su figura, como la de tantos otros diestros, se me escapa.

Los toreros, más bien sus actuaciones más destacadas, son apenas sombras que se deslizan en la historia y que se aparecen como hitos, en este caso tardes, en las que se alcanzó el triunfo. Allí estuvo su rabo —el del toro— en la Real Maestranza en la temporada de 1968, un viernes de Feria, y su oreja —la del toro también— a un Miura en Sevilla en la Feria de Abril, en una de las faenas que todavía hoy se recuerdan en Sevilla. 

Para mí, hablar de Diego Puerta es como elogiar a Alejandro Magno. Sencillamente no sé por dónde empezar, y eso que sabemos muchas cosas, y que han sido registradas por escrito. El uno y el otro están igual de alejados de mi vida, pero los libros de historia siguen hablando de ellos sin parar. Y por algo será.

Descanse en paz, maestro. El rey de los macedonio e hijo de Filipo II y la historia de la Tauromaquia no se olvidan de tu figura, seguro.

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