El Pana poco antes del paseíllo en una encerrona en la plaza de toros de Texcoco en 2016. © Pablo Esparza

1. Sigo unido al cordón umbilical de mi madre

El mexicano Rodolfo Rodríguez El Pana (Apizaco, 1952-Guadalajara, 2016) se despidió, no se sabría decir si prematuramente, de un mundo que no era el suyo. Estrafalario matador de toros, personaje de novela inclasificable (esperpéntica, mejor), vividor empedernido. Un alma de otro tiempo, sin edad reconocida (¿nos dejó con 64, con 69?), ajeno por completo a una sociedad que le vino estrecha bien pronto. La misión diaria que provoca la huida, los embates del hambre y el dulce veneno de lo prohibido sustentaron un errante devenir salpicado de genialidades y, por encima de todo, de historias desgarradamente humanas.

Alguien le arrebató la protección del padre de un disparo, cuando solo tenía tres meses. En cuanto pudo medio valerse por sí mismo se empleó de todo: enterró a los muertos, comerció con chucherías y periódicos a pie de calle, haciendo honor a su futuro apodo amasó el pan nuestro de cada día (lo empujó a la inmovilidad, lo que son las cosas, un toro que se llamó Pan Francés en la plaza de Ciudad Lerdo, Durango, el 1 de mayo), bebió tequila hasta reventar, cató los peores camastros de los calabozos más lúgubres. Y sobrevivió, logró consumar un sueño, una meta reservada para héroes de muy distinta condición a la suya.

2. Los adictos, los hombres de un solo día, a lo único que podemos aspirar es a la grandeza del Señor

El Pana puso precio bien pronto a sus órganos vitales. Vendió el hígado al alcohol quemante y el corazón, éste lo regaló sin más, al amor libre. Se reveló como un romántico que mandó sobre su vida y miró a los ojos a la muerte. Volvió de la mierda al mundo cabal, pero con la misma facilidad retornó a un abismo que le resultaba tan familiar como el propio hogar.

Fue un torero distinto, alejado de ortodoxias, al que el triunfo le llegó casi al final, en la recta final de una trayectoria repleta de altibajos…

Ostentó un récord digno de Libro Guinness: sus constantes y desmedidas borracheras le posibilitaron aumentar el nivel de bilirrubina en la sangre hasta 20 veces más de lo normal. Sus orines, confesó, eran «como el agua puerca». Pero convivía con la adicción, un día tras otro; como convivió con las mujeres que adoraba (sus putas, daifas, meselinas, meretrices, prostitutas, suripantas, buñis, las destinatarias de aquel sonado brindis), las únicas que le dieron protección, sustento cuando pintaban bastos y, las veces que los bajos reclamaban atención, abrigo en sus pechos y entre sus muslos. El Señor, se decía, iría haciendo el resto.

3. Un campanazo que oyó hasta San Pedro

Fue un torero distinto, alejado de ortodoxias, al que el triunfo y el favor del aficionado, como todo, le llegó casi en la recta final de una trayectoria repleta de altibajos. Se le recuerda de un modo muy especial un trincherazo de época, un campanazo «que oyó hasta San Pedro». Ocurrió el 7 de enero de 2007 en la Monumental de México. El toro se llamó Rey Mago, de 550 kilos, del hierro de Garfias. Obrado el remate, dejó caer la muleta sobre la arena y se alejó, transfigurado, de la cara del toro mientras el público se rompía las palmas de las manos aplaudiendo o, directamente, se las echaban a la cabeza. Colosal. Él Pana estaba vivo, su concepto anárquico pero intransferible se empeñaba en dar los penúltimos coletazos.

Inventó suertes inverosímiles, se ajustó vestidos imposibles en colores y bordados, mantuvo una larga coleta natural hasta el último día, fumó puros de respetable calibre en los paseíllos. Hasta pudo vérsele dando cuenta de un bollo de pan en el transcurso de una triunfal y surrealista vuelta al ruedo. Los últimos pesos que ganó en la etapa final de su carrera sirvieron para sufragar los gastos de los estudios de su única hija, Chloé, en Londres. El Pana, su toreo, su vida y sus cosas.

y 4. Cansado de ser un cuerdo mediocre me dio por ser un loco genial

Al loco genial solo le puso grilletes la tetraplejia que le provocó la fractura de tres vértebras cervicales. No pudo ni darle un primer capotazo a Pan Francés, que se le venció por el pitón izquierdo y le propinó una voltereta escalofriante al hilo de las tablas. El torero se fue de la vida en ese momento; el hombre todavía no. Pero El Pana, 32 días después, entendió que había que desistir (para qué absurdo fin luchar) y pidió por señas que le cortaran la coleta que le conectaba a la vida falsa del coma inducido.

El último viaje a hombros de El Pana partió de un coche fúnebre tocado con un jorongo, un par de capotes de paseo y un hatillo de torero pobre. Ligero de equipaje, con lo justo, lo imprescindible, para emprender la huida final vestido de verde hoja y plata. Renunciando a la mediocridad de la cordura, abrazado para siempre a la más genial de las locuras.

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