Una imagen habitual de muchos mercados, una bandeja bien surtida de pescado con destino al consumo humano. © Mbeo
Hay libros que dejan una impronta de melancolía. Las últimas páginas se pasan con el convencimiento de padecer una nostalgia transitoria. Los personajes se diluyen y, pasados unos días, todavía colean algunos diálogos y situaciones que se guardarán para siempre en la memoria. Pasa con las novelas y, si son decimonónicas, mucho mejor. Y ocurre incluso con los buenos libros de Historia. Pero a veces se cierra la contraportada con una depresión que ni en los mejores manuales de psicología clínica. Léanse Cuatro peces: el futuro de los últimos alimentos salvajes y lo entenderán mucho mejor.
El planteamiento es el siguiente: el mar ya no es una frontera abierta. Es una lástima, pues todavía se pueden correr, entre ola y ola, las últimas aventuras del ser humano. Y no es la última frontera por culpa de las flotas pesqueras de los países desarrollados. Con tanta crisis se nos ha olvidado tal vez la más importante, incluso mayor que la prima de riesgo, la crisis medio ambiental. El autor, Paul Greenberg, un pescador deportivo con conciencia ecológica, nos dice a las claras que los peces que nos sirven de alimento tienen los días contados. ¿Cuánto le queda al bacalao o al atún rojo?
La mayoría del pescado que comemos es de piscifactoría, no sabe a pescado y se alimenta de un pienso que se fabrica a su vez de otros pescados denominados inferiores en nuestros platos. El salmón es un híbrido, la lubina en cautiverio es ya una subespecie, el bacalao es muy costoso y el atún rojo tiene a un ángel de la muerte llamado Japón a sus espaldas. Y los peces sustitutos, porque todavía abundan, son de agua dulce y se alimentan de excrementos (humanos). Como el mar no es de nadie (en verdad es de todos nosotros), recibe las tropelías más brutales que se puedan imaginar. Deprimente, ¿verdad?