El kraken es una criatura marina de la mitología escandinava descrita comúnmente como un tipo de pulpo o calamar gigante. © Bryan Alexander

Ahora que ha acabado el verano duermo más tranquilo, y no es por el termómetro sino porque abandono el pánico a las profundidades marinas, que comienza en junio y no termina hasta septiembre. Bueno, miedo a eso de no dar pie y saber que bajo nosotros hay misterios insondables, ya me entienden, no saber nadar. Ahí abajo habitan seres vivos desconocidos, corrientes feroces y una pila de libros que nos cuentan historias que sortean costas abruptas, playas infinitas y oleajes terroríficos como en el Cabo de Hornos.

Por eso, me siento en la toalla y miro de reojo a los valientes que nadan cerca de las boyas o los que enfilan con un velero la línea borrosa del horizonte. Yo debo coleccionar en la mochila más de cuatro plumas blancas —a lo Mason— como para un tocado, cosas de la cobardía. Entonces arrugo la cara y meto la nariz en Moby Dick, justo cuando los arponeros del Pequod afilan sus herramientas. Llega la hora de marcharse y echo un vistazo al mar, por si aparece el esnórkel de un U-Boot, nunca se sabe.

El mar, como todos los peligros, atrae lo suyo. Los restos del Titánic siguen aplastados a unos kilómetros de profundidad y el capitán Nemo, ese señor amargado, se montó un tour por todos los océanos del mundo. A mí, en cambio, me cuesta pasar del metro y medio de profundidad, aunque no me importaría embarcarme en la HMS Surprise, como teniente de navío, por supuesto. 

Ahora que el mar se llena de nórdicos con rojeces de anélidos en la piel, no hay peligro, no se sucumbe a un temporal desde el sofá leyendo a Joseph Conrad tan fácilmente. El único temor se encuentra en el mostrador rebosante de una pescadería, son la impronta de los abismos. Los rapes me miran con ojos de espanto y las merluzas amontonadas se apiñan como un regimiento de granaderos, serán ya mismo los últimos de su género en ser vistos en un mercado de abastos.

Portada del libro El calamar gigante. © Amazon

¿Me pone cuarto y mitad de Kraken?, pregunto con inocencia y sin faltar al respeto a nadie. El pescadero se extraña, me ofrece unos salmonetes, pero insisto. De eso no tenemos hoy, pero tengo cazón (¡Dios mío, tiburones a la vista…!).  Me señala los aros de calamares y los filetes de bacalao fresco. Le digo que no con la cabeza y me marcho sigilosamente. No se puede leer El calamar gigante cuando el sol se pierde con tonos ocres en los acantilados de Moher

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