Un ejemplar de esturión en el acuario del río San Lorenzo, en la ciudad canadiense de Montreal. © Lezumbalaberenjena
Cuando se edita un libro —pura suerte en estos tiempos convulsos— siempre queda el resquemor de lo que se nos quedó en el tintero. Leones, quaggas y pieles rojas no es una excepción. Un libro es un horizonte amplio, que se pierde en los límites de los proyectos y las ideas que se columbraron tiempo atrás. De repente, en un momento dado, los párrafos fijados en la imprenta se pueden ampliar, llevar a nuevos límites inexplorados que nunca acaban, es lo malo. El libro sigue en la cabeza y ahí anda, dando vueltas. Añadamos algo que no apareció en papel.
Extinciones ilustres, hasta glamurosas. El Guadalquivir, ese río tan cantado por los poetas, tuvo hace unos decenios esturiones en sus aguas. Sí, como lo oyen: esos peces con cara de fósil y huevas negras llamadas caviar. Pero un buen día desaparecieron y hasta nuevo aviso. El escurridizo esturión tiene (tenía) una costumbre curiosa: vivir en alta mar y remontar los ríos para desovar. Y resulta que que en el Guadalquivir hay presas, contaminación y un urbanismo atrofiado y especulativo.
Resultado: en 1992 se pescó el último ejemplar del que se tiene noticia, el año de las celebraciones de la Expo. No sabemos si el esturión del Guadalquivir es una especie autóctona o parte de la familia atlántica, de la que queda una pequeña población en el Garona. Y como no hay ejemplares vivos, es como si tratásemos de discernir entre dos especies de dinosaurios. El caso es que no existe y, lo peor del caso, es que tampoco le quedan muchas décadas a sus primos asiáticos, los de beluga.
La literatura nunca duerme. Michael Crichton debería echarnos una mano. ¿Clonación de sus restos en el laboratorio? En Coria del Río existió una factoría que comercializaba el caviar. Un empresario sin escrúpulos extinguió la especie, se marchó cuando ya no había ejemplares suficientes en sus redes. ¿Alguien da más?