Dos hombres, espalda contra espalda y empuñando armas, silueta más reconocida de batirse en duelo. © El Microlector

Batirse en duelo, qué ilusión, ¿no lo ven así? Todo aquello que huele a aventura me fascina. Prefiero la soltura del florete, la rapidez de su hoja, la libertad de movimientos, el chasquido del metal, la pose de la mano que no empuña, la cortesía con tu rival aunque sea el ser humano más execrable del planeta, la coreografía propia de la espada… En fin, soltemos una lágrima por tiempos ya pasados.

Porque el duelo a pistola es más rápido, apenas un fogonazo de pólvora entre el ramaje de un bosque cercano a una gran ciudad. ¿Se sitúan mejor en París? Debe ser muy temprano, poco después de amanecer, con algo de frío, los padrinos se fuman otro cigarro y comprueban las armas, espalda con espalda, se dan unos pasos, se cuenta hasta diez y… no me digan que no es una pasada.

¿Quién dijo que el honor había muerto? Sigue ahí, pero camuflado con otras palabras y actos, con desmentidos y demandas judiciales, con comentarios imperdonables y chistes inadecuados en las redes sociales, que necesitan de una reparación. Y los juzgados que no dan abasto, con expedientes hasta el techo, con lo fácil que sería un duelo, sin pagar tasas, ni abogados, ni recusaciones constantes.

Además, piensen en ese conductor que le recrimina algo que usted hace respetando el código de circulación o en aquel otro que no guarda cola y encima se siente un damnificado del sistema, o aquel de más allá que suelta lo primero que le viene a la boca, el cuñado sabelotodo, el que hace comentarios sobre tu equipo cuando ha perdido… Qué agradable sería arrojarles un guante a sus caras.

Hasta principios del siglo XX se registraron duelos, que siempre fueron prohibidos por los poderes públicos, pero aceptados por la mayoría. Entiéndase que los duelos se celebraban (¡) entre personas de la misma clase social. Si uno era más pobre, te apañabas con otro pobre, como casi siempre desde el Neolítico.

Una escena del filme Los duelistas (1977), dirigido por Ridley Scott y basado en una novela de Joseph Conrad. © Paramount Pictures

El duelo posee glamour, tal vez se deba a su código, a los pasos reglados, que lo alejan de la simple pelea, tangana o, pongámonos serios, del vil asesinato. Así lo entendían Alexander Hamilton y Aaron Burr. También la pareja compuesta por Arthur Wellesley y George William Finch-Hatton, que decidieron disparar al aire.

¿Dónde me situarían los literarios? Mucho más interesantes, la verdad. Alexander Pushkin describió proféticamente varios duelos en sus obras, notablemente el de Onegin contra Lensky. Joseph Conrad, en El duelo, describe el trastorno obsesivo entre el teniente Gabriel Feraud, de los húsares franceses, con el también teniente Armand d’Hubert. Sumemos. A partir de un duelo que gana con la ayuda de su primo Orry, Charles se convierte en todo un miembro de la sureña y aristocrática familia Maine.

Pero hay casos que parecen sacados de una novela decimonónica y fueron reales: el 12 de marzo de 1870 en la escuela de tiro de la Dehesa de Carabanchel, Antonio de Orleáns, el duque de Montpensier y Enrique de Borbón, duque de Sevilla, se batieron en duelo, el primero perdió sus opciones de reinar en España, y el segundo su vida. Hasta Salvador Allende se batió en duelo con el senador Raúl Rettig. Erraron sus disparos y volvieron a ser amigos.

Hay que llevar encima, por si las moscas, un guante. Nunca se sabe con quién nos podemos batir en este siglo de las rajadas y declaraciones descerebradas de las que no se obtiene ninguna satisfacción. El florete es más aparatoso, en el autobús de servicio público es un incordio.

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