Reconstrucción pictórica en la que se puede observar una pareja de megaterios, de la subespecie americana. © Wikipedia

Los griegos pensaban que el fémur de un dinosaurio —ya sé, tampoco sabían lo que eran los lagartos terribles— pertenecía a la pierna de Aquiles o de un Atlante, pongamos por caso. Y es que la Ciencia avanza a patadas o sobre un carromato sobre una calzada pedregosa. Eso de que unos señores sesudos se encierran a investigar y no salen ni para comerse un bocadillo es una farsa tan grande como la centena de patas de un ciempiés. Por cierto, no se ha encontrado todavía ninguno con esa cifra exacta.

Como avanzamos a trompazos, pues ahí va un ejemplo: el megaterio. (Abro paréntesis: mamífero de seis metros de altura, tierno e inocente, vegetariano, algo torpe, poco sociable y, lamentablemente, extinto. Cierro paréntesis). ¿Cómo poner en orden sus enormes restos fósiles? ¿Algún candidato? Pues el de siempre, George Cuvier. En 1788 llegó a Madrid un fraile dominico, Manuel Torres, con un baúl lleno de huesos desde Buenos Aires y por su estudio se asomaron otros señores con más preguntas bajo el brazo. ¿Un ser anfibio? ¿Acuático? ¿Un dinosaurio…? Bueno, entre nosotros, un monstruo, un engendro. Misterio resuelto para nuestras mentes pre-enciclopedistas.

Entonces la Ciencia dio una nueva patada a las tibias del primer promotor de la paleontología y de la anatomía comparada, un francés con reputación de listillo que no tenía muchos amigos. No vio los huesos de Torres, tan sólo los planos de montaje, pues no salía de su estudio; es más, rechazó acompañar a Napoleón a su campaña de Egipto. Se puso a estudiar y resolvió el enigma: un antepasado de los perezosos de hace unos ocho mil años. Luego llegaron otros científicos e identificaron hasta nueve especies de megaterios.

Hete aquí que en el Cono Sur es todo un símbolo, una identidad nacional (¡). Por esas tierras fue cazado por los primeros americanos que cruzaron el estrecho de Bering y puede que lo extinguieran para aliviar sus estómagos. ¿Pueden subsistir algunos en la actualidad? Aquí entra en juego la Criptozoología, una disciplina con más literatura que ciencia. En 1895 el explorador alemán Herman Eberhard encontró en la Cueva del Milodón en Chile restos de piel curtida de aspecto bastante fresco de megaterio. ¿Sobrevive algún ejemplar? Esperemos una nueva patada del saber.

Mientras que ese momento de alumbramiento (científico) llegue, pueden leer el interesante libro de Juan Pimentel El rinoceronte y el megaterio, una aventura en forma de ensayo sobre la percepción, la morfología histórica, la historia natural y las vidas paralelas del rinoceronte y nuestro amigo el megaterio cuando había que rascarse el magín para imaginarse bichos como esos.

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