Tan lejos está de nosotros una galaxia como las partículas más pequeñas que componen cualquier organismo. © Rufino Herrera
Ya saben que hay teorías para todos los gustos: me chiflan en especial las famosas leyes de Murphy. Las teorías son respuestas contundentes y explicaciones eficaces que intentan resolver las grandes incógnitas del conocimiento humano. Pues ahí van dos apasionantes, que, por cierto, he leído hace poco. ¿Qué es el cosmos? Pues algo inmenso y, hablando claramente, nuestro hogar. Resulta que esa inmensidad es tan enorme y desconocida como lo más pequeño: protones, neutrones, quarks, fotones…
Es decir, como los polos se tocan, tan cerca está la galaxia más distante que una partícula subatómica, es decir, que nos separan las mismas distancias infinitas. Y aquí enlazamos con la segunda teoría. Nuestro propio planeta podría ser una partícula subatómica de una molécula, por ejemplo, de glucosa, que gira sin cesar dentro de estructuras más complejas como el líquido que desprende una pera cuando le damos un mordisco. Así las cosas, eso de la crisis y del déficit de las democracias occidentales se queda a la altura de un gimoteo infantil.
Y ahora hablamos de las órbitas gravitacionales, que las predijo en su día Albert Einstein (eso sí que es predecir) y no consigo aclararme. A ver, unas ondas que vagan por el universo —recuerden su inmensidad— nos informan de sucesos que ocurrieron hace millones de años —recuerden también el mareo que produce hablar de millones de años— y nos podemos quedar tan panchos. Así, tirados en el sofá, hasta que llegue una nueva teoría.
Eso sí, las hay más llevaderas, como la de Demócrito y los átomos, Hipócrates y la medicina, Wöhler y la química orgánica, el viejo Darwin y la teoría de la evolución de las especies, Lavoisier y los gases o Linneo y la clasificación del orden natural. Suenan distantes en la enumeración, pero hoy no entenderíamos el mundo de la misma forma, nos lo hicieron más cómodo y civilizado.
Cómo hemos visto hay teorías para todos los gustos, pero todavía no ha surgido, me parece, ninguna explicación convincente sobre la violencia, sobre la avaricia, o de la hipocresía, de la infelicidad, de la depresión o, ya puestos, sobre el sabor genuino de un buen plato de jamón de bellota. Me parece que los científicos de la Universidad de Wisconsin —siempre son de allí y no me pregunten la razón— se hallan en un sopor… teórico.