La boca de una mujer es lugar común de poetas, tópico de la literatura amorosa de todos los tiempos. © Carlos Adampol Galindo

Vaya lugar: inspirador, cruel, erógeno (como se dice ahora, que queda más cool), obsesivo, despiadado a veces, principio de todos los males, final de muchos caminos… Y además se pinta. Su carnalidad se nos muestra bajo los tonos más variados, que reinan más allá del tradicional carmín o rojo. Porque hay ciruelas, rosas de tonos veraniegos y los más novedosos nude. El primer labial moderno se inventó, cómo no, en París en 1884 cubierto de papel de seda. Poco después lo mostró en público Sarah Bernhardt, por ejemplo. Y así hasta hoy. ¿Saben que en verdad se llaman labiales? Barra de labios suena algo gañán.

Ya Cleopatra, según cuentan, se los pintaba con una pasta elaborada a partir de machacar escarabajos de coraza roja después de darse un baño de leche de burra. En Inglaterra usaban en el siglo XVI una mezcla de cera de abeja y azufre de mercurio rojo (seguro que contaminaba lo suyo). Y no sólo las damas, sino los hombres en la corte de Versalles, y relatan algunas crónicas que hasta los romanos se los pintaban durante las cenas de postín. Porque el estigma de los labios pintados se asociaba —en otras clases sociales menos afortunadas— a la prostitución y al mundo de la farándula, como el pelo rojizo que lucieron las pocas actrices conocidas durante el Siglo de Oro.

Decía el cantautor que «nada sabe tan dulce como su boca», es verdad, y otros poetas de más altura barroca hablaban de «la dulce boca que a gustar convida», con esa capacidad para observar con claridad la dualidad de cada objeto. Porque la boca a fin de cuentas es una puerta de entrada, un pórtico de sensaciones primeras y primarias que nunca se olvidarán por muchos lustros que pasen. ¿A qué recuerdan como si fuera ayer su primer beso? Incluso las circunstancias más nimias de ese momento. Inolvidable, ¿verdad? Son las texturas del amor, las especias de la pasión que nos acompañarán hasta el últimos de nuestra existencia.

Los labios también son la boca, pues son capaces de quemar una atmósfera abrasada (Bécquer) y de llamar, como semáforos de seducción, a la propia mirada (también nuestro amigo Gustavo Adolfo, todo un máster en bocas y labios) y, ya puestos, en los labios también queda la huella del pecado (Shakespeare). Olviden el colágeno y apuesten por un carmesí brillante tipo Marilyn Monroe o un rosa suave en los labios de Audrey Hepburn, sin abusar todavía de los tonos oscuros, como en nuestros días. ¿Sabían que no pintarse los labios en los sesenta era signo de lesbianismo?

Piensen ahora qué labios besarían, en qué lugar, en qué momento del día, durante cuánto tiempo. Como soy hetero tradicional y sin fisuras (por ahora) les propongo dos bocas femeninas muy conocidas (las desconocidas del gran público me las reservo). Anoten. Kate Beckinsale con un Rose Baiser de Dior y Natasha Henstrigde con un tono 505 de Armani. ¿Qué les parece? No me resisto a dar el bronce. Se lo lleva Natalie Portman, a la que le pondremos un barato pero expresivo Unfaithful de Sephora. Las circunstancias de cada beso se las cuento en otro artículo.

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