Cama y lectura, dos ingredientes que concurren en el erotismo de una mujer que se siente observada. © Marcos Fernández

No me negarán que ver a una mujer leyendo es seductor. ¿Y si lo hace en la cama? Pues suban unos grados de temperatura a sus maltrechas zonas erógenas. Porque la cama es sinónimo de intimidad, el reducto de cualquier mente (la mía casi nunca), pues no tardo mucho en quedarme dormido y mis fantasías transcurren en otros decorados. Pero la cama es para la mayoría el habitáculo donde se puede pensar en paz en estos tiempos (tan sólo cuando lee, se entiende).   

Si pueden, contemplen a las mujeres con tranquilidad. Poco importa el libro que tengan en las manos. Hombre, si es grueso mejor, así podrán regodearse un buen rato, mientras ellas avanzan por los párrafos de Crimen y castigo o de Los pasos perdidos, por ejemplo. Que les lleve su tiempo, vamos.

Hay variaciones sobre el mismo tema (o parafilia, si lo prefieren), ya lo creo. Hay mujeres que leen fumando (ya sé que no es políticamente correcto), o que lo hacen junto a su gato (la lectura, mal pensados), lectoras de cuarto de baño (dijo en una ocasión Umberto Eco que la cultura se movía al ritmo del esfínter), mientras sacuden el polvo (que no, que no piensen en otras realidades, de verdad), mujeres que cimbrean sus cuerpos en posturas imposibles con un libro abierto en un sofá de IKEA y lectoras sobre el césped (sí, son europeas del norte, por aquí no hay mucho césped y los parques regalan cacas de perro como archivos adjuntos).

Así que tenemos dos bombas de relojería: mujeres y cama. El libro es el atrezo suculento, que rasga las entendederas del que observa y debe ser, evidentemente, en papel, porque un libro impreso se huele y se acaricia, como a los buenos amantes. Nada de zarandajas de e-books y otros chismes modernos. Ver las cubiertas, cómo se pasan con serenidad esas primeras páginas en blanco o las guardas estampadas, en fin, hasta los señala páginas (tradicionales, por supuesto)

Pero una mujer no se puede llevar toda la vida leyendo y en la cama, bueno, Colette lo hizo y devoró libros, como Margaret Fuller, pero ésta última sentada en una mecedora. John Waters, seguro que despechado, decía que “tenemos que hacer que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles”. No es para tanto, John. Hay que tener un poco de paciencia. Tal vez los libros repueblan, como los árboles un bosque calcinado, las estanterías que alguien después de follar.

¿Quieren saber más? Pues, como lo habrán adivinado, lean. ¿Qué les parece Las mujeres, que leen, son peligrosas, de Stefan Bollmann? Fíjense bien dónde aparecen las comas. Otro día les cuento lo que ocurre cuando una mujer se duerme justo cuando estaba leyendo en la cama. La bellas durmientes requieren un artículo aparte. Seguro.

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