Una mujer sentada es puro fetichismo visual, y tal vez sea así porque no hay contacto. © Ulisse Albiati

¿Hay erotismo en una mujer sentada? Pues sí, o no, depende. Decía Octavio Paz que en todo encuentro erótico hay un personaje invisible, pero siempre activo: la imaginación. No importa que sea una mujer sentada en el suelo o echada sobre un sofá, nuestra mente inquieta pone el resto. Una mujer, para el erotómano empedernido, siempre es una fuente inagotable de encuentros, de lugares comunes entre deseo, lubricidad, literatura y sexualidad. Basta una mirada sobre la fotografía que ilustra este artículo para desatar todo tipo de sensaciones.

¿Sonríe la modelo? ¿Sabe que la estamos observando o juega sin más con el objetivo de la cámara? ¿Por qué está sentada? ¿Y por qué lo hace descalza? Si la mejor literatura siempre ha surgido de preguntas inocentes, cuando hablamos de erotismo es la propia literatura la que genera preguntas nada inocentes. Dirán algunos que no hay nada lúbrico en sentarse, en descansar, ya sea sobre una silla o un butacón. Pero nada hay inocente en los gestos ni en las posturas o, mucho más importante, el lugar. Así es el erotismo, siempre anda a la greña con la inocencia.

Para siete fotógrafos actuales la mujer sentada es erotismo puro. Ya saben, hay listas para todos y membretes imposibles donde clasificar a cualquier artista. Tienen la suerte de ser fotógrafos profesionales —creo que ya no podré dedicarme a tan noble oficio cuando sea mayor, ¡snif, snif!— y poner frente a sus objetivos a mujeres como Elizabeth Hurley o Gia Carangi. Ahí van algunos nombres: John Stoddart, Stéphane Moreau, David Paul Larson, Arthur Elgort, Banjamin Askinas, Jaume de LaIguana, Yulia Gorodinski y Eric T. White. Estos señores son los que, con sus cámaras al cuello, han definido esta nueva faceta del deseo carnal.

Por sus objetivos pasaron modelos con estrella y anónimas estrelladas. Sin quererlo sentaron las bases de una manera más de mostrar el erotismo. Su profesión les permitía un coqueteo cotidiano con la belleza sin más de las protagonistas de las pasarelas. Y sin entrar todavía —a excepción de los contundentes autorretratos de Yulia Gorodinski— en el universo masoquista del selfie. Vaya tiempos tan globales, es decir, vulgares con tanta inmediatez fotográfica.

Como les decía, una mujer sentada es puro fetichismo visual, y tal vez sea así porque no hay contacto. Se la mira en una postura cómoda, relajada, sin las prisas de lo cotidiano. Porque una mujer (¡vive el cielo!, en palabras del pobre caballero Alonso Quijano) se puede sentar de muchas formas: descalza, en ropa interior, en el dormitorio, desnuda, en el salón, en la azotea, en el frío suelo de un cuarto de baño, con una bufanda hasta las orejas, junto a una chimenea si nos ponemos más efectistas, en un transporte público atestado, en el asiento de atrás de una limusina… en fin, hasta donde su calenturienta imaginación les sea fértil.

Puede que sea convierta en filia o, según los más conservadores, en parafilia, nunca se sabe. Basta que un hombre mire con otros ojos el simple gesto de sentarse de una mujer para que los resortes de los instintos civilizados (por ahora) salten por los aires. Ya puestos, ¿por qué no pensar en una mujer que fotografía a otra que está sentada? ¿Y si somos testigos de una escena en la que una mujer sentada fotografía a otra fémina también sentada y las observamos en el justo instante en el que se aprieta el obturador?

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