Realidad y sueño se dan la mano en la intimidad de la lectura cuando el cuerpo se rinde por el cansancio. © Marcos Fernández

Hace unas décadas contemplar a una mujer mientras fumaba era todo un complejo ejercicio de seducción. Tiempos aquellos. ¿Más felices? Lo políticamente correcto ha eliminado imágenes únicas, íntimas y muy lúbricas para el observador que vaga constantemente con sus ojos sobre los perfiles ajenos.

Es más visceral, en mi voyerismo doméstico, mirar a la mujer que duerme y, mucho más, a la que se ha quedado dormida después de leer, en la frontera entre la realidad y la ficción o, si lo prefieren, entre la vida y el sueño. O, ¿es mejor al revés? Vaya lío. ¿Qué les parece entonces asomarse a esa mujer que se ha entregado a Morfeo —el de Matrix no, por favor— con un libro en la mano?

Primero hay que tener a una mujer cerca, y no vale cualquier fémina. Debe ser lectora contumaz, devora-historias y con un importante componente soñador, que no sesteador. Miren cuando cierre el libro, cuando sus manos se vuelven aéreas y suelte las solapas con una prestancia que sólo un buen diletante es capaz de detectar. Vaya, se ha quedado frita, como se suele decir en el lenguaje deserotizado.

A fin de cuentas es una mujer que lee, pero que paga el precio del sueño pues tal vez no encuentra lugar lugar para una lectura sosegada al cabo del día. Ya se ha dormido. Soñará. Sitúese cerca. ¿Qué hacer en una situación tan hermosa? Déjese llevar. Háblele al oído con palabras tiernas y suaves, susúrrele algunos versos de Luis Cernuda como estos: “Cómo llenarte, soledad/ sino contigo misma”.

Soy más de grandes retahílas, monólogos que nunca acaban sobre los temas más peregrinos y la virtud, aunque no lo crean, consiste en hablar en otros idiomas. Aquí vale cualquier código lingüístico, lo mismo da una lengua muerta que una invención literaria de un viejo profesor de Oxford o cualquier idioma periférico de la antigua Iberia.

Ella debe dormir de lado, con la mitad de la cara despejada, con el oído libre de sábanas… poco más se necesita. Expláyese sin rubor, está en un escenario sin público, un teatro para usted solo. Pruebe con el sánscrito, con el latín de Catulo o el sindarin de los descendientes del rey Isildur. Tranquilos, su subconsciente lo va a entender a la perfección, va a admitir cualquier discurso que después le soltará cuando menos se lo espere (rencores femeninos).

Algunos más quisquillosos (me incluyo en esta caprichosa categoría) establecemos una conexión ­—¿literaria?— entre las líneas abandonadas de la lectura por culpa de los sueños con sus propias ensoñaciones. Así que más que un monologuista nos convertimos en lectores por horas. ¿Y si declamamos entre susurros el final del libro que justamente leen? Suerte, nunca me ha ocurrido, pero no crean que lo intento cada vez que tengo ocasión.

No vayan a pensar que es algo rebuscado, se consigue, seguro, pero con mucha paciencia. Prueben, por ejemplo, con García Márquez: “…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”. O con Scott Fitzgerald: “Así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente, devueltos sin cesar al pasado”. Michael Ende: “Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión”.

Me gusta más el de La Regenta, tal vez porque en su relectura estoy metido ahora: “Ana volvió a la vida rasgando las nieblas de un delirio que le causaba náuseas. Había creído sentir sobre la boca el vientre viscoso y frío de un sapo”. Tengan cuidado, que se despierta, disimulen.

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