Mirar es un gesto de deseo, una entrega amorosa sin recibir en la mayoría de las ocasiones nada a cambio. © Erick Moreno
A ver, hablamos de mujeres, y que duermen. Absténganse de leer este artículo fetichistas, literatos, obsesivos, heteroflexibles y heteros recalcitrantes. Porque ver a una mujer dormida —pónganle después el grado sentimental que les plazca— es en el fondo un acto de amor. ¿Seguro? Pues sí, un acto de amor, además puro e íntegro. Observar el reposo y la tranquilidad del sueño es entregarse a lo desconocido o, puesto en palabras de Orhan Pamuk en La vida nueva, «el amor es todo un mundo». Sí señor.
Pues ahí lo tienen, no necesitan nada más. Una mujer que duerme es un poema acabado, perfecto, o, si son más de prosa, una descripción de García Márquez o un diálogo de Coetzee. No se mueve, no habla, sueña y aquí está el problema, no sabemos qué sueña, pues el estado de sopor es un sinónimo de la muerte natural o inducida, por ejemplo, por un coma. Sueño eterno o desconexión temporal, por el que se escapa lo humano y nos quedamos con lo divino, ¿me siguen? Bueno, lean a Shakespeare un buen rato.
Como he comentado antes, ponerse así, en plan cotilla frente a una mujer dormida, tiene sus riesgos. Hay que asumir que mirar es un acto de deseo, una entrega amorosa… Tengan mucho cuidado, la impronta que deja en nuestro cerebro es imborrable, nos acompañará hasta la muerte, ¿verdad Murakami? Y después llega un día la ruptura, el fallo del amor, se desinfla la pelota sentimental y acuden imágenes como la que ilustra este artículo. Agarraos entonces a otros principios, como… No, la literatura no, por favor.
Prueben con el yoga, talleres de cocina marroquí o, ya que están de moda, de cupcakes. Olvídense de poner sobre un papel la queja amorosa, de componer canciones, rellenar las páginas de un diario… Que ya no se lleva, hombre. ¿Son masoquistas? Si la respuesta es no, dejen de mirar, aprovechen que ella se ha quedado dormida para hacer la compra, poner una lavadora, yo qué sé… Nada de mirar, dejen que la pasión fluya por otros lugares.
Pero es muy tentador no hacerlo, ya lo creo. La belleza de una mujer dormida es reposada, tranquila y, si me lo permiten, arrulladora, pues en su rostro tranquilo se desliza una canción, créanme, eterna y que, desgraciadamente para el común de los mortales y afortunadamente para los fetichistas, literatos, obsesivos y héteros de variada condición, nos viene fustigando desde el principio de los tiempos.