Los pies también se han convertido en objetos de devoción para los fetichistas, en un amor incondicional del que observa. © Marcos Fernández
¿Existe un amor sin condiciones a los pies? Centrémonos. No van enfocadas las flechas de Cupido a los propios en plan narcisista, sino a los ajenos y femeninos, of course. Tal vez sea una filia, que, la verdad, suena bien, pues fobia huele a consulta psiquiátrica y a sesiones (una vez por semana) con una psicóloga.
¿Me permiten que escriba podofilia como virtud? Recuerda al nombre de una pomada, pues el que encarna la templanza, que no el vicio, es un podófolo. La verdad, eso ya es otro cantar, se parece a pedófilo (terreno pantanoso). O nos podemos quedar con fetichista de pies, que emana el perfume de una buena película de Buñuel y es más literario, pero más largo y obvio.
Los pies están ahí desde Atapuerca aunque el verano es su Fiesta Nacional. Se observan, se miran y, aunque no se lo crean, los pies son el frontón más poderoso que se conoce: devuelven la mirada como la mano certera de un pelotari. Hagan una prueba en playas en verano donde cuesta más extender una toalla que desembarcar en Omaha.
Remojados, con lacas de uñas de colores imposibles —los oscuros siempre, por favor—, con tobilleras, anillos y tatuajes (discretos) que semejan el as de picas o la lágrima de un pierrot… ahí tienen una variedad increíble, tan extensas como los colores del festival Holi. Disfruten, déjense llevar. Mirar con discreción no cuesta nada, todavía es gratis.
Como comprenderán, quedan a un lado los pedestales de las señoras mayores que no sabemos muy bien que hacen en la playa, pues tienen esa manía de convertir la arena en la sala de estar de sus casas. No crean que las jóvenes no tienen callos, hongos, juanetes y perversiones de ese tipo, todo lo contrario, una visión de esa magnitud en joven bella y en el esplendor de su vida son las que producen traumas y pesadillas nocturnas.
Pero la belleza, que casi siempre es esquiva, también se enreda en los dedos de los pies. Un pie hermoso es un pie limpio e higiénico —recuerden que el pediluvio es una ceremonia iniciática en muchas religiones—. De ahí proviene la advertencia de una buena amiga: no hay pie feo o viejo, sino pie cuidado o no cuidado. Es un principio pedicúreo, créanme. Porque el pie no es maloliente o no debe serlo, es el espejo del alma de su dueña, un mini retrato de sus deseos y de sus miedos.
El pie es fetiche, como es el culo, las tetas, el pelo o las medias de ligas, como el tacón de aguja o lo que a usted le ponga, que en ese pantano no se tiene la potestad para entrar. Por poner, te puede excitar hasta el prospecto de una caja de ibuprofeno.
Elvis Presley, Enrique Iglesias, Dostoyevsky, Quentin Tarantino —por favor, revisen Abierto hasta el amanecer— o Andy Warhol, que conservaba un pie humano momificado entre sus chirimbolos más preciados, son algunos de los fetichistas de pies más conocidos del planeta, a los que me añado, si me lo permiten, con un poco de rubor, pues las sociedades occidentales viven del buenismo y se asustan por usar el género masculino como género marcado y no dividir las palabras en o/a. Horror.
Y, como el mundo del deseo no tiene vallas cinegéticas, extendamos el universo conocido. No hay casos muy documentados entre las mujeres fetichistas de pies masculinos, pero las habrá, sin duda alguna. O, más atrevido aún, las mujeres que desean los pies de otras mujeres. En unos años se presentará en sociedad una asociación u ONG que solicitará su correspondiente subvención pública. Y el que esto escribe se pondrá a escribir sobre tan preciada afición, mujeres que observan, miman y aman los pies de otras mujeres. Ufff…