Versión cinematográfica de El último mohicano, protagonizada por Daniel Day-Lewis y dirigida Michael Mann en 1992. © This or That Edition
Hubo un tiempo, lejano —como siempre— en el que el estado de Virginia era un bosque frondoso y allí, entre los árboles, subsistían un grupo de tribus que se llevaban todo el día guerreando por los territorios de caza. Y un buen día llegaron los casacas rojas, roturaron los campos, plantaron maíz y trazaron sobre los mapas los límites de las primitivas trece colonias y luego las marcas de los estados del país más poderoso del mundo.
Esta historia, por sabida, nos atrae como cuando éramos niños. ¿Quién no ha soñado con unirse a los indios y cortar unas cuantas cabelleras de rostros pálidos? Pues el que esto escribe el primero que se apunta a esa incursión. Unas plumas, unos mocasines, un mosquete, un tomahawk y, ¡hala!, a correr por los bosques como un descosido. Entonces llegan las novelas de la adolescencia —hoy versión videojuego, audiolibro o teatro musical— en las que los indios son los buenos y los blancos, en fin, los puñeteros colonizadores.
Diseño de portada de una de sus múltiples ediciones. © Amazon
Unos años después también supimos que los indios no eran unos angelitos, pero nos queda en la memoria la novela de James Fenimore Cooper, El último mohicano, una versión muy fidedigna del siglo XVIII en el Nuevo Mundo. Y como lo que importa es la aventura, pues este señor que jamás pisó el oeste, se basó en lo que su padre le contó en sus andanzas con los indios. Es ahora inevitable ponerle a Nathaniel la cara de Daniel Day-Lewis, con sus melenas al viento. Evidentemente el atractivo de la versión fílmica de 1992 se centraba en una historia de amor inexistente en la novela. Que se lo pregunten a Alice Munro, alias de Madeleine Stowe.