Lisboa se abre al visitante que pasea por sus calles como una puerta de sensaciones inolvidables. © Mauricio Frías

Para las personas como yo, de imaginación aventurera, de fértil contaminación literaria de la realidad y enamoradizo, nada hay más apacible o tormentoso, según se mire, que pasear por Lisboa en el mes de enero. Además llueve, a cántaros. Es el atrezo necesario, que atolondra al caminante entre ríos de agua que difuminan las fachadas y espejean las cornisas y las farolas finiseculares de una ciudad única.

¿Qué línea mental o física te distancia de Fernando Pessoa cuando tomas el tranvía número 15 entre la Praça do Comércio y la de Belem? Prácticamente un hilo, un segundo entre fingimiento y realidad, o “esa cosa que me arrastra”, como escribió en uno de sus atribulados poemas, cuando marchaba paraguas en mano a su gris trabajo todas las mañanas. Era una viandante más, gris, apocado, sin embargo fue capaz de crear heterónimos con tanta facilidad como sumaba los días en el calendario.

Entonces la ciudad se abre como una puerta de sensaciones. Por ejemplo, junto al Jardim Tropical, donde se apoltronan inmensos árboles que en su día fueron semillas, apenas un grano de trigo, provenientes de las exóticas Goa o Macao. O, más allá, el Chiado Alto, que tiene rumor de transeúntes y fachadas enverdinadas junto a franquicias internacionales de moda. Por esas esquinas huele a café tostado, que tal vez ha llegado al puerto desde Kenia o Guatemala, y a bollos recién horneados, a lo aromas innegociables de los hogares modestos.

Una vista de la plaza que rinde homenaje al poeta Luis de Camões. © Mauricio Frías

También se abre de par en par la ciudad de Pessoa o de Camões, ya puestos, en la rúa Garrett, de caminar pausado y anónimo, o en la esquina de duque de Braganza, donde los gorriones, parte del decorado, parlotean en un rumor indescifrable. Lisboa, una de las ciudades más literarias y decadentes del mundo es así, un légamo de versos que se han sedimentado desde los tiempos de Camões, con la fragancia del puerto, que hace las veces de desembocadura de un gran río al que apenas percibimos.

En uno de esos días de enero, fríos, de aires cortantes que acechan desde el Atlántico, hay que “tomar la vida todos los días, como un remedio”, así también dejó escrito el mismo poeta que ahora se sienta eternamente en la puerta de A Brasileira esperando el abrazo de un turista atónito. El invierno es Lisboa, como Venecia es un húmedo febrero o Sevilla es el tiempo inexplicable de la Cuaresma.

No deja de llover al mediodía, cuando las calles se despejan de transeúntes y turistas despistados. Así avanza la tarde, ya resta una hora para que se ponga el sol. En una ciudad que quiere ser eterna orilla para navegantes descarriados —añadan también aquí el yo del principio—, el aire húmedo es un racimo de versos, contrarios y grises como el mismo cielo que nos guarda. «En mis deseos existe/lejanamente un país/donde ser feliz consiste/solamente en ser feliz». Gracias Pessoa.

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