La actriz es más fascinante con los contrastes del blanco y negro de las películas más importantes de su carrera. © Getty Images

La verdad, no recuerdo muchas películas de Lauren Bacall más allá de El sueño eterno. Qué más da. No he necesitado mucho más para quedar atrapado en sus ojos, dulces y malévolos, en sus andares de adolescente pizpireta, que emanan una tensión sexual arrebatadora con un simple movimiento de manos y esos perfiles duros de su rostro. Entonces, junto a un curtido Humprhey Bogart, alter ego del inspector Philip Marlowe, interpretaba a Vivian, la hija díscola del general Sternwood. Poco después, ya en la realidad, los actores se casaron y estuvieron juntos hasta la muerte del Bogart en 1957.

Lauren nació en Nueva York con otro nombre, pues en el registro la inscribieron como Betty Joan Weinstein Perske, lo normal hablando de actrices y modelos de Hollywood. Debutó en el cine muy pronto, apenas con la mayoría de edad. Y lo hizo a lo grande, con Tener o no tener, de Howard Hawks. Sin antecedentes familiares en el mundo del espectáculo, se matriculó en la Academia Americana de Artes Dramáticas. Poco después llegó una portada en Harper’s Bazar y al estrellato, así de fácil, o así nos parece a nosotros.

Ahora dice lo que quiere, tildó de «loco», por ejemplo, a Tom Cruise, proclama a la que me sumo incondicionalmente, y sigue en la brecha, su última película se estrenó el año pasado, cuando ya cumplió ochenta y nueve años, el dieciséis de septiembre. Sus interpretaciones la han hecho acreedora de múltiples premios, entre ellos un premio del Sindicato de Actores, un Globo de Oro y dos Tony. Por su trayectoria profesional recibió el Óscar honorífico, así como el premio Cecil B. DeMille, el César Honorífico y el Premio Donostia.

Pero a mí la Bacall que más me fascina es la del blanco y negro, como atestigua la fotografía de este artículo, la actriz de los filmes con tramas plagadas de equívocos y de personajes que habitan en la delgada línea entre el bien y el mal, en los sucios fondos de las grandes ciudades. Entonces aparecía ella, con una bondad aparente, con la seguridad en sus ojos y esa sonrisa que arqueaba a la vez una ceja antes de soltar unas palabras. ¡Madre mía, qué cejas!

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