El arqueólogo Indiana Jones se ha convertido en un de los iconos más reconocibles del cine. © The Independent

Lo siento, no he podido evitarlo, me he comprado un fedora, vía ebay, claro está. Aunque es de lana y no está fabricado para nuestras latitudes. Me lo he calado en una mañana de julio para hacer la compra en Mercadona, por cierto, toda una aventura en tiempos de crisis. Comprendo las caras de los vecinos, esas sonrisillas de desaire del barrendero y las cerbatanas de los ovitos junto a la parada del autobús. Según el mapa de Forrester, el supermercado no andaba muy lejos, nada, a unos pasos del pozo de almas, en pleno desierto de Oriente Medio.

Porque en el centro de las ciudades, la vida se hace muchas veces cuesta arriba. Salir a comprar en pleno verano no desmerece la aventura de atravesar unas dunas, sufrir los rigores del trópico en la parada de un autobús y tener que negociar con las tribus hostiles del extrarradio, con las que tienes que entregar algunos regalos y explicarles que su reflejo en el espejo es solo eso, nada más que un reflejo.

Gracias al cabezal del bastón de Ra pude leer que el kilo de melocotones estaba a buen precio porque se confundía con el letrero de los tomates. «¡Nos volvemos a encontrar, doctor Jones…Adieu!». Maldito René Belloq, se había colado en la panadería, tuve que pedir la vez. Otra vez me había ganado la partida, como en la selva de Honduras en 1936. No sé nada de Marion Ravengood, la dejé en una tabernucha en el Tíbet buscando a su padre. Decididamente no se me dan bien las compras, quiero decir, las mujeres.

Vuelvo a casa, tengo en el buzón una carta de Lao Che, no lo puedo posponer más, un fin de semana de estos cogeré un avión con destino a Shanghái. Salté por encima de la limpiadora para no perder el ascensor y, gracias a mi viejo látigo, evité los comentarios de la vecina chismosa sobre no sé qué historia de que se había perdido una de las piedras de Sankara. Mi casa está revuelta, sí, lo sé, seguro que son los hombres del gobierno. Los nazis —malditos nazis— buscarán alguna reliquia en Egipto. ¿El Arca de la Alianza?

Por fin en casa. Son casi las doce del mediodía. Fuera, el asfalto se derrite por el calor del trópico, como el cañón de la Media Luna, donde se guarda el cáliz, el Santo Grial de la vida eterna. Hay que beber algo y buscar los últimos informes de Sallah o del capitán Simon Katanga, al timón del destartalado Viento Bantú. No hay que preocuparse, ya se me ocurrirá algo.

No hay nada como quitarse la camisa sudada, guardar el revólver —pesa lo suyo— y abrir la correspondencia: el diario de papá, la factura del móvil y unas palabras de Marcus Brody. Pero, diantres, hay un sobre distinto al resto. Es la invitación a un cumpleaños. «Felicidades, doctor Jones, estaríamos encantados de contar con su presencia en su treinta y siete cumpleaños». Cómo pasa el tiempo. Los héroes también se hacen mayores.

 

Cartel de la película. © elFinalde

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