La modelo brasileña Gisele Bündchen está considerada entre las cien mujeres más influyentes del mundo. © 1zoom

Dejo con cuidado la bicicleta de alquiler en su borneta, por aquello de contribuir a la sostenibilidad en estos tiempos de crisis. Levanto la mirada. Conmoción. Es ella. Me mira con aires de superioridad, de orgullo… los dictados de la belleza, como diría George Bataille. Y no puedo hacer otra cosa que mirar a Gisele Bündchen cómo anuncia una ropa barata que ella misma no se pondrá en la vida. Entonces me acerco a la marquesina con sigilo, cual guepardo a los pies de las lejanas colinas de Ngong. Ya estamos frente a frente, en la soledad de las almas que se inspiran, gracias Dante Alighieri, te tomo unos versos prestados.

Una señora mayor se detiene junto a mí, deja la bolsa de la compra en el carril bici y se pone a mirarme como si fuera una comisaría política del NKVD. Ojalá tuviera ese empleo, pues la modelo brasileña sería para mí la enfermera Larisa Antípova y yo me ganaría la vida como un pobre médico abnegado en un país en guerra. ¿Acaso no estoy ya en esa situación tanto en lo profesional como en lo personal? La vieja no aparta la vista y, como buena madre, conoce lo que voy a hacer por adelantado.

Se lo habrán imaginado. No se me ocurre otra cosa que, con paso firme, ponerme frente a frente del anuncio de H&M y aproximar mis labios a los suyos. Cierro los ojos y digo mentalmente: «Conservar algo que me ayude a recordarte/sería admitir que te puedo olvidar». Hecho. Se hizo un silencio dulce, como un amanecer en la Toscana, que fue interrumpido por los gritos de la señora: «¡Depravado… Búscate una novia!» (Como si tener novia ahogara los instintos más humanos). Desperté de golpe. La realidad me había devuelto al reino de las certidumbres.

La modelo en la campaña de H&M. © Smartologie

Tenía que huir y no podía esperar a hacerlo en Sevici, que no tiene nada de romántico. Y cuanto antes, pues ya se acercaban otros curiosos a la escena del beso robado. «Esta juventud… lo que tiene una que ver…», se le oía comentar desde lejos a la señora. Mientras tanto, Gisele seguía en su reino bidimensional de cristal, ajena a mi huida, a los improperios de la vieja y, en definitiva, al paso del tiempo. Creo que movió ligeramente los labios para decirme cuando me marchaba: «¡Corre insensato…!». Me volví en plena carrera para echar un vistazo: la mujer se marchó cargada hasta las cejas con la bolsa del Lidl, Gisele seguía en su castillo inexpugnable y, aunque no lo crean, vi arder las almenaras de Minas Tirith. En mis adentros —lo único con lo que cuento últimamente— nació una sonrisa que se convirtió en grito: «¡Gondor pide auxilio… Gondor pide auxilio!». Era la llama de la esperanza en el horizonte.

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